La mañana llegó como una bofetada. El sol entraba sin pedir permiso y ambos, arrastrando los pies, se metieron a la ducha. El agua los despertó un poco, aunque las miradas cargadas de deseo seguían presentes. Se vistieron, cada uno con disimulo… como si no hubieran hecho lo que hicieron.
Al bajar a la cocina, el ambiente era pesado como el café que burbujeaba en la cafetera. La familia estaba distribuida en distintas actividades: unos desayunaban en silencio, otros hojeaban el periódico, uno hablaba por teléfono con el ceño fruncido. Pero todos, absolutamente todos, levantaron la mirada al ver entrar a Kira y Konstantin Vólkov.
El silencio fue tan cortante que ni los cubiertos se atrevieron a chocar contra los platos.
Konstantin tragó saliva. Al ver todas esas miradas clavadas en él, se sintió como un ladrón que había irrumpido en un museo a plena luz del día… o peor aún, como un pirata descarado que se robó un tesoro ancestral sin permiso. El postre había sido servido antes de la bod