Llevaba cinco años casada con Carlos Mancilla, uno de los diez hombres más ricos de la lista Forbes, mientras yo no era más que su esposa en las sombras, invisible para el mundo: una estudiante a punto de graduarse de la universidad. Me repetía a mí misma que el título de señora Mancilla no importaba, que mientras tuviera su amor daba lo mismo si nuestra relación era pública o secreta. Pero todo cambió cuando su amiga de la infancia regresó al país. Fue entonces cuando entendí que lo único que sostenía nuestro matrimonio era un papel: el acta de matrimonio. Quizá lo nuestro nunca fue amor, quizá todo había sido solo una ilusión mía. Por eso, redacté un acuerdo de divorcio y lo disfracé como si fuera un documento escolar que requería su firma. Carlos lo firmó sin darse cuenta, y en el instante en que su pluma terminó el trazo, nuestro vínculo matrimonial se dio por concluido. La indiferencia con la que trató aquel papel fue el reflejo perfecto de lo que habían sido nuestros cinco años de matrimonio: algo sin corazón. Y si no había amor, yo, al menos, elegiría mi libertad. Cuando el acuerdo entró en vigor, lo que me quedó no fue solo la libertad, sino también la vida que llevaba dentro: el hijo que aún no nacía. Lo que nunca imaginé fue que, cuando lo dejé todo atrás y me escondí en un lugar al que él no podía llegar, Carlos por fin entendiera lo que había perdido: a la mujer que lo amaba… y a su heredero. Cuando volvió a encontrarme y me rogó que regresara, yo ya había cambiado. Era una mujer distinta, madura, con mi propia carrera. Ya no era la joven que vivía orbitando alrededor de su amor. Y, aun así, él me suplicaba cariño, me suplicaba volver…
Ler maisLa mirada de Carlos no podía apartarse de mí.Me veía moverse entre el campamento con energía, discutiendo planes de investigación con el equipo, anotando datos con atención.Cada vez que nuestros ojos se cruzaban, alcanzaba a leer en los suyos la lucha, la culpa, el dolor.Entendía al fin que yo ya no era la esposa callada que habitaba en su mundo, sino una investigadora independiente, capaz, una mujer que jamás había conocido de verdad.Ese despertar lo hería más que cualquier golpe físico.El viejo universo de Carlos —un bastión levantado con poder y control— se resquebrajaba frente a sus ojos.Intentaba aplicar sus viejas lógicas, pero ya no servían.Ni el dinero podía comprar mi perdón, ni su poder podía obligarme a quedarme.En ese campamento, él era un extraño completo.Carlos cerró los ojos con dolor, un torbellino de emociones inéditas lo sacudía.Comprendía que, por mucho que luchara, no habría regreso.Yo había salido de su mundo para encontrar mi propia luz.Bajo la inmensi
Carlos y Cesar gritaron al mismo tiempo.Pero Carlos fue más rápido: se lanzó hacia adelante y me sostuvo antes de que cayera.—¿Qué haces? —rugió Cesar, intentando arrancarme de sus brazos.Carlos me abrazó con firmeza, su mirada resuelta:—Soy su esposo, tengo derecho a cuidarla.En medio del caos, me llevaron al campamento médico.Carlos se quedó a mi lado, sentado junto a la cama, calentando con cuidado un vaso de leche.Probó la temperatura y luego acercó la pajilla a mis labios:—Linda, toma un poco, te hará sentir mejor.Acepté la pajilla y, al ver sus manos marcadas por cicatrices pero todavía tan tiernas, un torbellino de emociones me recorrió el pecho.Esas manos fueron, alguna vez, mi mayor refugio.Ahora, eran la herida más profunda de mi vida.Bebí en silencio.Él tampoco habló, solo me observaba.En la tienda, lo único que se escuchaba era mi respiración y el calor de la leche.Pasó un buen rato hasta que, con voz ronca, Carlos rompió el silencio:—Linda, sé que todavía m
Me giré, mirándolo como si fuera un completo desconocido, con una frialdad distante.El rostro de Carlos estaba marcado por el asombro y el dolor; con voz temblorosa alcanzó a decir:—Linda, soy yo… soy Carlos…—Señor Mancilla, entre nosotros ya no queda nada de qué hablar —respondí, serena y cortante.Al amanecer, las labores de rescate empezaban a transformarse en tareas de reconstrucción.Carlos volvió a interponerse en mi camino, su voz grave, cargada de desesperación:—Linda, sé que cometí un error imperdonable, pero… ¡estás embarazada! ¡Es mi hijo también!—¿Y eso qué cambia? —lo miré con total indiferencia.—Te lo ruego, dame una oportunidad de reparar el daño —su tono rozaba la súplica.—Entre nosotros todo terminó. Vete —lo fulminé con una mirada helada.—¡Linda, mírame, te lo suplico! —gritó, con el rostro deshecho por la angustia.—Qué ironía, Carlos —desvié la mirada con desdén—. Cuando yo solo tenía ojos para ti, jamás supiste valorarlo. Ahora ya es demasiado tarde.En ese
Carlos aferró los hombros de la muchacha, la voz grave y apremiante:—¿Dónde está? ¿Dónde está Linda ahora?Ella se sobresaltó ante el gesto brusco y, tras unos segundos de titubeo, respondió:—Ella… la semana pasada se fue a Noruega, a un intercambio científico.¿Noruega?La palabra le apretó el pecho.Recordó cuando se burló de aquella solicitud de intercambio que yo había llenado.¿Qué me dijo entonces?“¿Noruega? Con ese clima tan helado, con ese tiempo tan horrible, no te va a gustar.”Yo bajé la cabeza en silencio.Y ahora, el lugar que él convirtió en una burla era justo donde yo estaba.Un dolor punzante lo atravesó y lo dejó sin aire.Soltó lentamente los hombros de la muchacha y retrocedió tambaleando.—¿Señor, está bien? —preguntó ella con preocupación.Carlos no contestó. Inspiró hondo, se dio media vuelta y se marchó a zancadas.Aquella medianoche, la oficina de la torre del Grupo Mancilla permanecía en penumbras.Carlos estaba solo frente al escritorio, los dedos golpeand
Sus dedos rozaban el sello estampado en los papeles de divorcio, con los ojos llenos de estupor y remordimiento.—¿Cómo pudo pasar…? ¿Cómo fui capaz de firmar esto…?Olivia, a un lado, echó una mirada al documento con un gesto desdeñoso.—Ya, Carlos, no te mortifiques. Linda solo está haciendo un berrinche. Tarde o temprano volverá de rodillas a suplicarte.Al final, es una estudiante sin recursos. ¿Cómo podría renunciar tan fácil a un hombre como tú, su benefactor?Carlos levantó la cabeza de golpe, con la furia ardiendo en los ojos.—¡Cállate! ¡Ella es mi esposa!De un empujón la apartó y salió a zancadas hacia la puerta.Olivia tropezó y chocó contra un florero de cristal. El florero se desplomó con estrépito, hecho añicos, igual que su matrimonio.Carlos no miró atrás. Abrió la puerta y salió disparado, conduciendo directo a la universidad donde yo trabajaba.En el camino, mi imagen lo devoraba por dentro.Recién caía en cuenta de lo poco que sabía de mí.Ni siquiera conocía la ub
Del otro lado, Carlos no podía quitarse de encima una inquietud extraña.De pronto, se dio cuenta de que parecía haber perdido algo importante.Cuando volvió en sí, una motocicleta apareció de frente en la esquina. Puso el pie de golpe en el freno, y las llantas chirriaron con un alarido agudo sobre el asfalto.En el asiento del copiloto, Olivia se puso pálida y soltó un grito.—¡Carlos! ¿En qué demonios piensas? ¡Me asustaste!Pero Carlos ni siquiera la escuchaba. De pronto, comprendió que hacía demasiado tiempo que no recibía noticias mías.—¿Carlos? —la voz de Olivia traía un dejo de reproche.Él volvió en sí, mirando hacia el frente.—Perdón… me distraje.Mientras se disculpaba, redujo la velocidad y orilló el carro. Sacó el celular y revisó nuestro historial de mensajes. La última línea era de casi un mes atrás, escrita por mí:«Últimamente estoy muy ocupada, vivo en el laboratorio.»Un nudo le apretó el pecho. Deslizó el dedo por la pantalla, pero ya no encontró ningún
Último capítulo