Me giré, mirándolo como si fuera un completo desconocido, con una frialdad distante.
El rostro de Carlos estaba marcado por el asombro y el dolor; con voz temblorosa alcanzó a decir:
—Linda, soy yo… soy Carlos…
—Señor Mancilla, entre nosotros ya no queda nada de qué hablar —respondí, serena y cortante.
Al amanecer, las labores de rescate empezaban a transformarse en tareas de reconstrucción.
Carlos volvió a interponerse en mi camino, su voz grave, cargada de desesperación:
—Linda, sé que cometí un error imperdonable, pero… ¡estás embarazada! ¡Es mi hijo también!
—¿Y eso qué cambia? —lo miré con total indiferencia.
—Te lo ruego, dame una oportunidad de reparar el daño —su tono rozaba la súplica.
—Entre nosotros todo terminó. Vete —lo fulminé con una mirada helada.
—¡Linda, mírame, te lo suplico! —gritó, con el rostro deshecho por la angustia.
—Qué ironía, Carlos —desvié la mirada con desdén—. Cuando yo solo tenía ojos para ti, jamás supiste valorarlo. Ahora ya es demasiado tarde.
En ese