Capítulo 2
Olivia dijo que su departamento estaba en remodelación, así que durante ese tiempo se quedaría en la habitación de huéspedes de la familia Mancilla.

Carlos aceptó sin dudar. Su excusa fue:

—La familia Salvo ha sido socia de negocios por muchos años, no podemos desatenderlos.

Él todavía tuvo el descaro de decir semejante excusa tan pomposa. Ni siquiera preguntó mi opinión, como si yo fuera invisible.

Así, Olivia se instaló en la casa de los Mancilla y comenzó a recorrer la hacienda como si fuese su dueña.

A menudo, aparecía con camisones provocativos, paseándose por la sala, interrumpiendo de pronto mis conversaciones con Carlos.

Él, lejos de incomodarse, parecía disfrutar de su cercanía.

Un día pasé frente al despacho y oí la risa de Olivia filtrándose por la rendija de la puerta. Ella estaba sentada al lado de Carlos, los dos inclinados sobre un documento, muy juntos. Los labios rojos de Olivia casi rozaban el lóbulo de su oreja cuando se rio con coquetería:

—Carlos, ¿te acuerdas? Tú solías ayudarme con las tareas de matemáticas.

Carlos también sonrió, mientras respondía:

—¿Cómo olvidarlo? Eras pésima en matemáticas, no me quedaba otra que ayudarte.

Su voz era tan suave que me resultó desconocida.

Sentí cómo un enorme peso me hundía el pecho y, de pronto, ya no quise entrar.

Me giré para irme, pero era tarde: Carlos me había visto.

—Linda, llegas justo a tiempo. Olivia propone poner un columpio en el jardín —me hizo señas con la mano—. Ven, discutamos el diseño, ¿cuál te gustaría?

Tuve que forzarme a entrar.

—Oh, el que sea… Tengo pendiente mi tesis de graduación, mejor hablen ustedes.

Me rasqué la cabeza. Estaba a punto de irme de esa casa. ¿Qué importaba el columpio, si no era para mí?

Olivia frunció los labios, antes de soltar:

—¿Tesis de graduación? Ah, ya recuerdo, yo también escribí una cuando terminé la universidad, aunque en realidad fue Carlos quien la hizo por mí. Podrías pedirle ayuda a Carlos, es muy bueno con eso.

Carlos me miró como esperando que lo hiciera. Pero yo no lo necesitaba, podía sola.

—No hace falta, puedo hacerlo yo misma.

Dicho esto, bajé la cabeza y salí apresurada. El pecho me pesaba como con una losa, y apenas podía respirar.

Esa noche, Carlos volvió tarde a la habitación. Traía un leve aroma a perfume, la fragancia que siempre usaba Olivia.

Yo me hice la dormida, tendida en la cama con los ojos cerrados. Carlos se recostó a mi lado, puso la mano en mi cintura y sus labios rozaron mi cuello. Me quedé rígida, un torbellino extraño me recorrió el cuerpo. Quise apartarlo, pero mi cuerpo, acostumbrado ya a sus gestos, lo buscó sin querer.

Tres años con sus caricias, con su aliento. Y, sin embargo, esa noche me invadió un asco repentino, casi vomito.

—¿Qué pasa? —preguntó Carlos con aparente preocupación, notando mi incomodidad.

—Nada… quizá comí algo en mal estado —murmuré, dándole la espalda.

Él no insistió. Solo me dio unas palmaditas en la espalda.

Yo escuchaba su respiración cerca, perdida en la confusión.

De pronto, desde abajo se oyó un ruido, seguido por el grito de Olivia:

—¡Carlos! La luz se apagó de golpe, creo que alguien entró a mi cuarto.

Carlos no dudó. Se levantó, se vistió a toda prisa y bajó corriendo.

Media hora después volvió. No había pasado nada: un foco fundido y un gato callejero que se había colado.

Aun así, Carlos estaba tan alterado como si ella fuese lo único que le importara.

A la mañana siguiente, me levanté temprano para ir al laboratorio.

Carlos aún dormía y Olivia tampoco había aparecido, por lo que me sentí aliviada.

Pero al llegar a la sala noté que me faltaba el bolso donde llevaba el acuerdo de divorcio que Carlos había firmado y la solicitud para marcharme a Noruega.

Iba a regresar por él cuando escuché la voz de Carlos detrás de mí:

—Linda, ¿olvidaste algo?

Me giré de golpe y vi que tenía los documentos en la mano. Mi rostro palideció.

—Eso… eso es mío… —balbuceé buscando una excusa.

—¿Una solicitud de investigación en Noruega? —Carlos hojeó el papel y su expresión cambió—. ¿Piensas irte a Noruega? ¿Cuándo? ¡Te lo prohíbo!

—Es… es solo un formulario de una amiga —mentí con torpeza.

—Noruega… el clima de allá no te gusta —dijo con frialdad, como si no importara.

Sus palabras me hirieron como un cuchillo.

Habíamos pasado la luna de miel en Noruega. Yo misma le había dicho cuánto amaba aquel paisaje. Pero ahora parecía haberlo olvidado. O, tal vez, jamás le importó.

—Por cierto —agregó de pronto—, si quieres seguir con la investigación, el Centro Médico Mancilla abrirá un puesto de investigadora principal. Quiero que lo tomes. Podrás ingresar en cuanto termines la universidad.

Me quedé helada y, un momento después, negué con la cabeza.

—No hace falta. Tengo mis propios planes.

Mi capacidad científica era reconocida por todos mis maestros. No necesitaba vivir bajo su sombra ni aceptar lo que él llamaba «un favor».
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