Hasta la tarde del día siguiente, el asistente de Carlos, César Polino, llegó al laboratorio.
—Señora Carmona, el señor Mancilla la invita esta noche al restaurante Monzón. Quiere verla.
Me quedé inmóvil.
El restaurante Monzón. Ese lugar imposible de olvidar… Ahí me había dejado plantada en nuestro aniversario de bodas, porque prefirió una junta de negocios. Lo esperé, sola, toda la noche.
Guardé silencio durante mucho tiempo. Al final asentí.
Al caer la tarde, llegué al restaurante.
Carlos ya estaba sentado junto a la ventana. Llevaba un traje oscuro, el cabello perfectamente peinado hacia atrás y esas gafas de montura dorada que tan bien conocía.
Al verme levantar la mirada, esbozó una leve sonrisa, como si nada hubiera ocurrido.
—Linda —dijo mi nombre en voz baja, con un tono grave y suave.
Lo miré, y mi corazón comenzó a golpearme el pecho con violencia.
Mírame: aunque ya había decidido soltar esa relación, tantos años de amor por él aún no me abandonaban. Seguía sintiendo cómo mi corazón se aceleraba al verlo, cómo mis mejillas se ruborizaban…
Me acerqué y me senté. Él me apartó la silla con un gesto tan caballeroso como siempre y me observó, con una mirada llena de emociones.
—Linda, quiero hablar contigo.
—¿De qué?
Me miró de nuevo, y en sus ojos pude ver contradicción.
—Sé que últimamente te he descuidado, pero Olivia y yo…
Justo entonces sonó su celular. Era César Polino.
—Señor Mancilla, la señorita Salvo se ha cortado las venas.
Al oír aquello, Carlos se puso de pie de golpe.
—¡¿Qué?!
Ver su reacción me cayó como un balde de agua helada, apagando la última chispa de esperanza. Creí que iba a aclarar algo, a confesar lo que me había llevado a tantos malentendidos. Pero no… Tan solo bastó una llamada para que toda su preocupación volviera a enfocarse en aquella mujer. Ese era su «quería hablar contigo», su «explicación».
—Carlos, vete —repuse, levantando la cabeza y obligándome a que mi voz sonara tranquila.
Él me miró, y en sus ojos se encendió un destello de dolor.
—Linda, perdóname. Regreso en cuanto pueda.
Dicho esto, se dio la vuelta y salió apresurado. Yo lo seguí, con la mirada clavada en su espalda, sintiendo cómo un dolor agudo atravesaba mi pecho.
Luego, todo se volvió negro y perdí el conocimiento.
Cuando desperté, estaba en una cama de hospital.
El médico hablaba con César, hasta que notó que yo había abierto los ojos.
—Señora Carmona, ya despertó.
Asentí, con el corazón encogido, preguntándome si le habría dicho algo acerca de mi embarazo.
—Su cuerpo está muy débil, necesita descansar —dijo el médico con tono grave—. Además, usted está emba…
Un sudor frío me cubrió por completo, en el mismo momento en el que el móvil de César comenzó a sonar.
—Perdón, es el señor Mancilla —contestó y salió del cuarto.
Respiré aliviada y llamé al médico, pidiéndole:
—Por favor… no les diga nada de mi embarazo.
—Por supuesto, es su privacidad —respondió él.
César regresó unos minutos después.
—Señora Carmona, el señor Mancilla tiene asuntos urgentes. Yo debo retirarme.
Dejó una tarjeta de crédito sobre la mesa.
—Esto es de parte de él. Si necesita algo, dígaselo a los doctores.
Tras informar aquello, salió apresurado, mientras yo me quedaba mirando el techo, con un regusto amargo en el corazón.
Durante los días que permanecí en el hospital, no pude evitar oír a las enfermeras murmurar:
—La señorita Salvo sí que tiene suerte, con un esposo como el señor Mancilla.
—Sí, él la cuida tanto. Viene todos los días a verla, hasta le prepara caldo.
—Dicen que pronto le dará un heredero.
—Ya tiene tres meses de embarazo…
Cada palabra era como un puñal. Yo era la esposa de Carlos, pero para el mundo era completamente invisible.
Unos días después, cuando me dieron el alta, fui directo al juzgado a recoger la sentencia de divorcio, y, una vez la tuve en mis manos, respiré hondo e intenté calmarme.
Sabía que no había vuelta atrás. Pero también sabía que era la única forma de liberarme.
Con este pensamiento, tomé el celular, llamé a la mensajería y organicé el envío. Al escribir la fecha de entrega, la retrasé a propósito por tres días. Quería asegurarme de que, para cuando él recibiera el fallo, yo ya estuviera en Noruega.
No quería volver a verlo, ni escuchar absolutamente nada de él.