La mirada de Carlos no podía apartarse de mí.
Me veía moverse entre el campamento con energía, discutiendo planes de investigación con el equipo, anotando datos con atención.
Cada vez que nuestros ojos se cruzaban, alcanzaba a leer en los suyos la lucha, la culpa, el dolor.
Entendía al fin que yo ya no era la esposa callada que habitaba en su mundo, sino una investigadora independiente, capaz, una mujer que jamás había conocido de verdad.
Ese despertar lo hería más que cualquier golpe físico.
El viejo universo de Carlos —un bastión levantado con poder y control— se resquebrajaba frente a sus ojos.
Intentaba aplicar sus viejas lógicas, pero ya no servían.
Ni el dinero podía comprar mi perdón, ni su poder podía obligarme a quedarme.
En ese campamento, él era un extraño completo.
Carlos cerró los ojos con dolor, un torbellino de emociones inéditas lo sacudía.
Comprendía que, por mucho que luchara, no habría regreso.
Yo había salido de su mundo para encontrar mi propia luz.
Bajo la inmensi