Mundo ficciónIniciar sesiónUn año y medio después de la caída de Varelli, Sofía había terminado de testificar. El mundo, aunque imperfecto, era un poco más justo. La policía la había vigilado discretamente por meses, pero con el tiempo, el sistema la dejó ir, convencido de que ella era solo una víctima que había ayudado a la justicia.
Sofía había vuelto al mismo apartamento junto al mar, el que había elegido para su "nueva vida" antes del reencuentro en la cripta. Era un ancla para ella. Una tarde de otoño, mientras escuchaba la Sinfonía del Nuevo Mundo en su tocadiscos, la melodía se interrumpió abruptamente. La puerta se abrió. Allí estaba él. Elías. No llevaba traje caro ni heridas frescas. Llevaba una chaqueta de cuero desgastada y la fatiga de un hombre que había vivido bajo un cielo sin estrellas. Había envejecido en el tiempo que ella había crecido.—La sinfonía no puede terminar con un solo instrumento —dijo él, y sus palabras fueron la única verdad que ella necesitaba.
Ella no corrió. Caminó hacia él lentamente, notando el brillo de sus ojos, libre de mentiras. —¿Cómo…? —susurró. —Me entregué a las autoridades de un pequeño país que no tenía deudas con Varelli. Testifiqué contra Kael. Pasé un año en libertad condicional, trabajando con ellos para desmantelar lo que quedaba de la red de archivos. Mi redención fue larga. Mi sentencia… el tiempo sin ti. Sofía tocó su rostro, sintiendo la barba áspera. Había una cicatriz nueva sobre su ceja. Elías era real. —Te fuiste —dijo ella, con el dolor de la separación aún fresco. —Tuve que hacerlo. No podías construir una vida de verdad con un hombre fugitivo. Y yo no podía permitir que la organización siguiera pensando que éramos un objetivo fácil. Necesitaba que creyeran que el silencio nos había separado. Pero ahora, Sofía, ya no hay silencio. El precio se ha pagado.Seis meses después de ese reencuentro...
Elías y Sofía se mudaron no a una ciudad vibrante, sino a una casa de piedra en el extremo de una pequeña isla en el Egeo. Un lugar donde el mar hacía todo el ruido necesario, y donde las únicas sombras eran las de los pinos al atardecer.
Ya no había mensajes cifrados, ni USB ocultas en libros. Elías trabajaba como restaurador de muebles antiguos (un eco de su fascinación por los objetos rotos), y Sofía escribía novelas —historias de amor y suspenso, por supuesto, usando seudónimos que nadie asociaría jamás a los nombres de los protagonistas. Su vida era deliberadamente simple. Se levantaban con el sol, revisaban las redes de pesca de los vecinos, y por las tardes, se sentaban en el porche, leyendo y escuchando el mar. Un día, Sofía descubrió que estaba embarazada.—No sé si podremos ser buenos padres —confesó ella una noche, mientras miraba las estrellas. Elías estaba en la cocina.
—Seremos los mejores —dijo él, asomándose. —Tenemos demasiadas cicatrices. —Las cicatrices son mapas, Sofía. Nos enseñan de dónde venimos y dónde está el peligro. Les enseñaremos a ser honestos, y a saber que la verdad, por terrible que sea, siempre es la base más firme para el amor. Elías había enterrado la USB bajo el gran olivo del patio. No por miedo, sino como un símbolo. El peligro se había quedado en la tierra.Cuando su hijo nació, lo llamaron Elio. No por Elías, sino por Helios, el dios del sol, el que traía la luz al final de la noche.
Elio tenía los ojos penetrantes y curiosos de su padre, y el cabello oscuro y rebelde de su madre. La rutina de la familia era su nuevo código de seguridad: los paseos en la playa, la cena a las siete y las historias de amor inventadas por Sofía antes de dormir.
Una noche, Elio, de tres años, preguntó a su padre por qué había un reloj en la casa que no tenía manecillas. Elías le mostró el reloj de bolsillo que Sofía había conservado. —Este reloj le pertenecía a un hombre que amaba mucho a tu mamá —le dijo Elías, su voz suave—. Un hombre que cometió muchos errores, pero que al final, entendió que el tiempo no importa si no estás con la persona que amas. —¿Y tú lo conoces? —preguntó Elio. Elías miró a Sofía. Ella estaba sentada en el sillón, con una sonrisa que valía todos los secretos del mundo. —Sí, lo conozco muy bien. Y tu mamá le dio el regalo de volver a tener tiempo. Sofía se levantó y se acercó a ellos. Tomó la mano de Elías, entrelazando sus dedos. La pequeña cicatriz en su mano, la misma que Elías había besado miles de veces al comienzo de su romance, ahora parecía una marca de honor. Ya no eran Sofía la víctima y Elías el fugitivo. Eran dos almas que habían bailado con la muerte y habían elegido la vida. Su historia no era de finales, sino de continuos. Se quedaron allí, los tres, en el porche, mirando la luna reflejada en el mar. El silencio que se cernía sobre ellos no era el silencio del miedo o la ausencia. Era el silencio de la paz, la base de su Lazo Indestructible. El amor, al final, no fue la distracción, sino la única sinfonía que realmente valía la pena terminar. FIN






