Seis meses después....

El café con canela había sido reemplazado por el amargo sabor del metal y el ozono. Sofía no era la misma. Llevaba el pelo corto, otra identidad y una vida anclada en la vigilancia constante. Vivía en Bruselas, en un piso de seguridad, trabajando como traductora freelance, pero su trabajo real era la USB.

​El Códice Digital era una hidra. Por cada cabecilla que Sofía exponía discretamente (enviando datos anónimos a periodistas de países pequeños), diez nuevos aparecían.

​Esa noche, mientras intentaba descifrar un archivo protegido por una clave de 256 bits, un temporizador parpadeó en la esquina de la pantalla: 07:05:12.

​No era un error del sistema, Elías había programado una trampa.

​Un mensaje de texto apareció de una línea desconocida:

​La Partitura nunca fue el único engaño. Tienes 7 horas para actualizar el código maestro, o la USB se borra y emite un ping de ubicación. Confía en el miedo, no en mí.

​Sofía sintió un escalofrío. Elías no la había traicionado con el Códice, la había atrapado. Pero la había atrapado para salvarla, dándole una fecha límite mortal para elegir: o cooperaba o moría.

Sofía entró en pánico, intentó acceder al código maestro, falló.                                                                  Necesitaba el algoritmo de anulación, que solo Elías conocía.

​En su desesperación, recordó un viejo refugio que Elías le había mencionado, un lugar donde guardaba sus 'fallos'. Una vieja biblioteca en Ámsterdam, sellada por décadas.

​A las pocas horas, estaba en un tren de alta velocidad. Mientras el paisaje se desdibujaba, notó una figura en el vagón de al lado. Un hombre de unos sesenta, con traje tweed y unos ojos increíblemente fríos. Lo había visto antes. Era el periodista que ella había intentado contactar la semana anterior, el que supuestamente la ayudaría a publicar la información.

​El tren se detuvo bruscamente...

​El hombre del tweed se levantó y se acercó al vagón de Sofía. No la miró, pero habló con una voz tranquila y profunda, casi paterna:

​—No confíes en las bibliotecas, Sofía. Son trampas para las ratas nostálgicas.

​Él se bajó del tren, desapareciendo en la noche. Sofía supo que no era un periodista. Él era el Fantasma, la nueva y más astuta cabeza de la organización, y la estaba cazando.

Sofía llegó a la biblioteca. La cerradura era antigua, pero la clave era la misma que la cerradura de su antiguo apartamento:

La fecha de su primer beso, tocada en clave de sol mayor. Un recuerdo romántico convertido en una clave de acceso al peligro.

​Dentro, no había archivos, solo un pequeño espejo de mano sobre un atril. Ella lo recogió. Detrás del espejo, había un compartimiento secreto que contenía un único reloj de bolsillo averiado.

​Cuando lo abrió, no había agujas, sino un mensaje grabado en la esfera:

​Busca al único que sabe cómo romper la melodía. Te estará esperando donde todo empezó. Y no creas en lo que ves.

​El mensaje era de Elías. La melodía era la partitura. El único que podía romperla era él.

Sofía regresó al único lugar donde todo había empezado: la tienda de vinilos, El Pentagrama Perdido. Estaba cerrada, pero la luz estaba encendida.

​Entró. Elías estaba allí, sentado en el mismo banco donde se habían conocido, limpiando el polvo de un viejo tocadiscos.

​El aire se cortó. No hubo gritos, ni abrazos. Solo tensión, como el hilo que sostiene una bomba.

​—Siete horas –dijo ella, con voz rasposa–. ¿Por qué el juego?

​—Para forzarte a venir a mí –respondió Elías, sin mirarla–. Para que no te escondieras hasta que fuera demasiado tarde. El Fantasma sabe que tienes el Códice. Es el Arquitecto.

​—¿El Arquitecto?

​—El verdadero líder. Kael era solo un ejecutor. Él está usando mi código de rastreo para encontrarte. Necesito la USB, Sofía. No para mí, sino para desactivar la trampa antes de que sea demasiado tarde.