La Falsa Verdad

Sofía sintió que el mundo se le venía encima. Su romance, una elaborada trampa. ¿Su amor, un cebo?

​—¡Es una mentira! –gritó ella, con la voz quebrada.

​—¿Una mentira? –se rió el líder–. Él te llevó a mi trampa. Me dijo que eras la única persona lo suficientemente ingenua como para no buscar en la partitura. Pero olvidó un pequeño detalle.

​El líder se acercó a Elías, levantando su barbilla con el cañón de la pistola.

​—Dile, Elías. Dile lo que realmente robaste.

​Elías cerró los ojos, lágrimas de vergüenza corriendo por sus mejillas.

​—El Códice no estaba escondido, Sofía. Lo quemé.

​El líder enloqueció, golpeando a Elías.

​—¡Maldito mentiroso! ¡El Códice está aquí!

​Sofía observó la escena. El líder era impaciente. Elías, desesperado. De pronto, recordó algo que Elías le había dicho el día que se conocieron:

"La música es la única verdad que nunca miente, Sofía. Escucha con el alma."

​El líder no entendía de sentimentalismo. Pero Kael, el hombre del traje, sí. Kael estaba en la entrada, mirando a Sofía.

​Mientras el líder se concentraba en golpear a Elías, Sofía se dio cuenta. La partitura no era el escondite, ni la clave, la partitura era la distracción.

​Si Elías quería exponer la organización, no lo haría con un libro antiguo. Lo haría con algo que ellos nunca buscarían en el corazón de su amante.

​Sacó la partitura de su bolso y la rasgó por el medio. El líder y Elías la miraron con horror.

​—¡¿Qué haces?! –gritó el líder.

​—Esto es inútil –dijo Sofía, manteniendo la mirada fija en Elías–. No está aquí.

​Ella sabía que sí.

​Elías había dicho: "Perdóname por el silencio."

​Elías nunca le dio la partitura. Le dio el silencio.

​En el caos de la desaparición y la búsqueda, Sofía había olvidado algo crucial: el lomo de su propio libro favorito, el que le había regalado Elías: "Cien Años de Soledad".

​El Códice no estaba en la Partitura Silenciosa. Estaba en la silenciosa Soledad.

​Sofía giró y corrió de regreso, dejando a Kael y al líder atónitos. Sabían que el Códice no estaba en la partitura, pero no sabían la verdad.

​Llegó a su apartamento, con el corazón en la garganta. Fue directamente a su estantería, a su copia de Cien Años de Soledad. Lo abrió. En la primera página, con la caligrafía de Elías, estaba la nota:

Para mi Sofía. El único lugar donde el silencio es un hogar.

​Sacó la cubierta del libro. Entre el lomo y la tapa, cosida con un hilo casi invisible, encontró una memoria USB.

​No era un códice antiguo. Eran archivos digitales. Los secretos de la organización: listas, cuentas, ubicaciones. Todo lo que necesitaban las autoridades para desmantelarlos.

​Elías no la traicionó. Él confió su vida, y la de ella, al único lugar que sabía que ella protegería con su alma: su propia historia de amor.

​Llamó al número de emergencias, la USB en su mano.

​Cinco horas después, la policía confirmó la detención del líder y Kael en la cripta. Elías fue liberado.

​Sofía lo esperó en el café de la canela.

​Cuando Elías entró, con el rostro magullado pero los ojos luminosos, ella no corrió a abrazarlo. Lo miró, con la USB en la mesa.

​—Me mentiste –dijo, su voz plana.

​—Para protegerte –susurró él–. Te amo.

​Ella tomó la memoria USB, con los datos que podían destruirlos o salvarlos.

​—Lo sé. Y yo a ti. Pero ya no puedo vivir en tu silencio, Elías.

​Ella se puso de pie. No entregó la memoria a la policía. La puso en su bolsillo.

​—Soy tu última línea de defensa –dijo, dándole la espalda–. Y ahora, soy la única que tiene el poder. No me busques. Olvídame.

​Sofía salió del café, con el amor en el pasado y un poder letal en su bolsillo.                                                      Elías la vio irse, sabiendo que, al salvarla, había creado a una mujer que ahora era un secreto aún más peligroso que él.

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