Los días siguieron su curso con aparente calma. Regina había decidido sumergirse en el trabajo para no pensar tanto en la constante ausencia de su marido, quien se pasaba los días entre visitas al hospital y dedicación a su moribunda amiga.
Pero los días terminaron convirtiéndose en semanas.
De repente, una mañana, el cuerpo le dio una señal inconfundible. Apenas había puesto un pie fuera de la cama cuando una oleada de náuseas la invadió.
«¿Qué es esto?», se preguntó, y la única explicación que halló fue que seguramente tenía hambre. Esos últimos días no había comido mucho, así que quizás un buen desayuno lo solucionaría todo.
Bajó al comedor, pero el aroma al café recién hecho le revolvió el estómago. Apenas probó un bocado del desayuno y sintió la imperiosa necesidad de levantarse.
Necesitaba correr.
¡Rápido!
—Señora, ¿está bien? —preguntó la empleada siguiéndola con preocupación.
No tuvo tiempo de responder. Se precipitó al baño y se aferró al inodoro, mientras su cuerpo convulsi