Regina reparó en el teléfono que vibraba en su mano ante una llamada entrante de su abogado. Por un momento sintió alivio y decepción.
«Estaba hecho», pensó con un poco de melancolía.
Había estado esperando esa llamada, no con ansias, pero sí con determinación.
—Hola —contestó con su voz desprovista de emoción.
—Señora Stirling. He hablado con el señor Davies. Tiene algunas condiciones con respecto al divorcio —explicó el abogado al otro lado de la línea.
—¿Condiciones? ¿Cuáles? —apretó los labios con frustración.
«¿Y ahora qué quería este hombre?», se preguntó.
—El señor Davies insiste en que usted debe quedarse con una parte del dinero. Se niega a firmar los papeles si usted renuncia a todo.
—¿Pero qué le pasa a ese imbécil? —la rabia se apoderó de ella—. ¡Al principio quería recuperar su patrimonio, me robó, me demandó por la mitad de lo que era mío, y ahora insiste en que yo me quede con algo! ¡Es una burla! ¿Acaso no le quedó claro en la nota? ¡No, ya no quiero nada de ese din