Travis negó con la mandíbula apretada; no pudo.
El revólver, frío en sus manos, pareció pesar siglos.
Respiró hondo, como si quisiera arrancarse aquel peso del pecho, y bajó el arma con una decisión que resonó más fuerte que cualquier disparo.
Un murmullo corrió entre los invitados: incredulidad, alivio, un silencio que pesaba como plomo. Nadie esperaba que él se negara. Nadie, excepto quizá su propio corazón.
Sídney se quedó congelada, la sonrisa que hasta hacía un segundo había sido de triunfo se le quebró en el rostro.
Sus ojos mostraron algo parecido a la sorpresa y, por un instante fugaz, a la duda.
Podía sentir cómo la sala, cargada de miradas, se estrechaba alrededor de los dos como un anillo metálico.
Había apostado alto; había puesto en juego algo más que acciones: su orgullo, su honor, la posibilidad de humillar públicamente a Travis.
Y él, el hombre que alguna vez había sido su todo, le había demostrado que a pesar de todo no había perdido su alma o al menos eso creía.
Tra