En la prisión
El olor a tabaco rancio y sudor se mezclaba con el ruido metálico de las fichas cayendo sobre la mesa.
Donato, con la camisa abierta hasta el pecho y la mirada relajada, sostenía las cartas como si no hubiera nada en el mundo que pudiera alterarlo.
Frente a él, un hombre de rostro curtido, con cicatrices que hablaban de demasiadas noches en la calle, lo observaba con una mezcla de burla y curiosidad.
Jugaban póker, pero en realidad, ninguno pensaba en el dinero. Lo que estaba en juego era la libertad.
—¿No te importa que me haya metido con tu mujercita? —preguntó el otro, soltando una carcajada grave mientras tiraba un cigarrillo al suelo y lo aplastaba con la bota.
Donato levantó la vista. Lo miró directo a los ojos. Luego, rio. Una risa ronca, despreocupada, casi cruel.
—¿Importarme? —repitió con sarcasmo—. ¿Por qué demonios me importaría? Leslie no es más que una tonta. Una mujer que no supo aprovechar lo que tenía.
Dio una calada a su cigarrillo y exhaló el humo lenta