Sigues siendo mi esposa.
Isabella, aún de pie junto a Gabriel, mantenía una compostura imperturbable.
Su rostro era el de una reina en una corte de intrigas, inalterable y sereno, aunque por dentro una presión le apretaba el estómago como un puño cerrado. Su cuerpo quería girar sobre sus tacones y marcharse, pero su mente, firme y racional, le ordenaba quedarse.
El deber tenía la última palabra.
No podía arruinar el evento con una escena impulsiva, no ahora que la prensa aún murmuraba su nombre con una mezcla de asombro y expectación, y los inversionistas la observaban como una figura clave en el renacimiento de West Palace.
—Ahí viene —musitó Matías, cruzado de brazos detrás de Gabriel—. Y viene sin correa. Qué valiente el perro de tu amigo —agregó con una media sonrisa que destilaba ironía, sin apartar la vista del recién llegado.
Gabriel no respondió con palabras. Se limitó a entrecerrar los ojos, mirando a Sebastián con una frialdad calculada, observando cómo se abría paso entre las mesas con ese andar se