Perder una batalla no significa perder la guerra.
El sol apenas despuntaba sobre el perfil grisáceo de la ciudad cuando Isabella abrió los ojos.
No fue un despertar agitado, como el del día anterior, cuando emergió del abismo de la muerte con la urgencia de una segunda oportunidad. Esta vez, su cuerpo se incorporó con la seguridad de una reina que camina hacia su trono, sabiendo que cada paso ya ha sido escrito en el destino.
Firme, serena, imparable, dueña de sí misma y del porvenir que estaba decidida a construir.
Se sentó al borde de la cama, sintiendo la caricia de las sábanas de seda sobre sus muslos, una sensación suave pero punzante, como si su piel, aún impregnada del pasado, le recordara que estaba viva, con una razón más profunda que el simple latir del corazón.
Con los codos apoyados sobre las rodillas, permaneció unos segundos en silencio, contemplando cómo el resplandor pálido del amanecer se filtraba tímidamente por las cortinas, como un espectador curioso de lo que estaba por comenzar.
Sebastián ya se había marchado.