No te reconozco.
Sebastián apretó los labios, mientras la vena de su sien palpitaba de forma cada vez más evidente, sus pasos lo llevaron a inclinarse ligeramente hacia adelante, apoyando ambas manos con firmeza sobre el respaldo del sillón, creando una jaula con sus brazos que encerraba a Isabella, como si intentara recuperar el control del espacio, de la conversación o de ella.
Al hacerlo, el perfume caro que usaba, y que en otra vida era el aroma favorito de Isabella, invadió sus fosas nasales con una fuerza casi agresiva, mezclándose con la tensión del momento y provocándole una punzada de náuseas.
Su mirada ardía, fija en sus ojos, buscando alguna rendija por donde infiltrar la furia que hervía en su interior, pero Isabella se mantuvo impasible, sin siquiera pestañear, como si la tensión de Sebastián fuera una brisa que no lograba rozarla, su rostro imperturbable se convirtió en un espejo frío que devolvía al otro su propio reflejo distorsionado.
—No necesito que pongas en duda mi capacidad —espe