Nuestro matrimonio solo es un acuerdo.
Sebastián sintió que cada palabra de Isabella era una astilla que se le incrustaba con precisión quirúrgica en el centro del orgullo, pero había algo más, algo que lo roía desde las fotografías matinales.
La posibilidad de que Isabella descubriera una vida lejos de él.
Y eso lo sacaba de sus cabales.
—No eres su socia, Isabella, eres… —buscó un arma verbal, una herida certera, un insulto que le devolviera el control, pero se perdió en la firmeza gélida de su mirada—. Eres un peón en su juego.
Ella soltó una risa breve, seca, carente de alegría y de compasión, una risa que no resonó en el pecho ni en la mirada, sino que salió como una exhalación helada, cortante, como si cada sílaba de Sebastián no tuviera ya peso en su mundo.
Aquellas palabras, lejos de herirla, apenas rozaron la superficie endurecida de una mujer que ya no era la misma que un día se calló para no incomodar.
—Hace un mes era tu peón. Hoy defiendo mis propios intereses. Alguien debería estar orgulloso, ¿no crees? —decl