Es una diosa.
Isabella permanecía de pie frente al espejo, inmóvil unos segundos, sosteniéndose la mirada como quien se aferra al borde de un acantilado antes de saltar, sabiendo que ese salto ya no tendría regreso.
No buscaba perfecciones en el peinado ni la exactitud del delineado, lo que necesitaba era la brutal honestidad de comprobar si la mujer reflejada era capaz de enfrentarse al mundo sin pestañear, si podía sostener su propia fortaleza.
El vestido plateado, cubierto de pedrería que atrapaba la luz y de transparencias medidas donde la elegancia rozaba el atrevimiento sin caer en lo vulgar, se ceñía a su cuerpo con el corte de sirena como si estuviera hecho a la medida de su destino.
Brillaba, sí, pero no era ese resplandor lo que la sostenía, era el pulso firme en su muñeca, la respiración domada en medio de tantos incendios pasados, la certeza de que atravesar aquel salón significaba entrar en la versión definitiva de sí misma.
Tomó aire y se concedió una última mirada, con un temblor bre