El sol de la mañana entraba a raudales por las ventanas de la casa rentada. Julieta había insistido en preparar un desayuno grande: hojaldres doradas con salchichas guisadas, frutas tropicales cortadas con esmero y café recién hecho que perfumaba toda la estancia. El mantel era sencillo, pero ella lo había planchado y colocado con cuidado, como si ese desayuno fuese un ritual de reconciliación. Kenji estaba sentado al extremo de la mesa, con ojeras y el ceño fruncido, moviendo la cuchara en su café sin beberlo. La noche anterior no había dormido bien; los celos y la rabia le daban vueltas en la cabeza como un enjambre.
La puerta se abrió y apareció Andrés con su sonrisa impecable y una caja de dulces envuelta en papel brillante.
—Buenos días, vine por ese desayuno de agradecimiento. —Saludó, dejando la caja en el centro de la mesa.
Julieta sonrió, nerviosa, pero tratando de aparentar naturalidad.
—Gracias por venir, Andrés. Siéntate, por favor. —Kenji apretó el cuchillo que tenía