Había pasado una semana desde que Julieta desapareció. Siete días que para Barak habían sido un infierno interminable. Sus hombres habían revisado aeropuertos, carreteras, registros de hoteles, hospitales y hasta pequeños puertos pesqueros. Nada, ni una pista. Era como si la tierra se la hubiera tragado.
En la sala de control de su casa, un espacio frío y silencioso, pantallas llenas de mapas y reportes parpadeaban en tonos azules y rojos. Los monitores mostraban rutas aéreas, cámaras de seguridad, informes de migración. El sonido de las teclas era constante, metálico, como un reloj que contara cada segundo perdido.
Barak apoyó las manos sobre la mesa, con los nudillos blancos y las venas tensas. Los ojos, rojos de cansancio, parecían dos brasas.
—No puede ser… —Gruñó entre dientes. —Yo le enseñé todo. ¡Yo le enseñé a desaparecer! —Su propia voz le escocía en la garganta. Había sido el mejor en localizar fugitivos, en cazar fantasmas y tender redes imposibles, pero ahora, la mujer que