El humo del bar dibujaba remolinos lentos alrededor de Kenji y Mara. La luz era tenue, anaranjada, y hacía brillar los bordes de los vasos con destellos de cobre. Él, aún con la chaqueta medio abierta, todavía apoyaba los codos en la barra; los nudillos, marcados de tensión, palpitaban levemente. Los dos vasos frente a él tenían más alcohol que hielo. Afuera llovía y las gotas golpeaban los cristales con un ritmo irregular, como si acompañaran su respiración rota.
—¿Qué haces aquí? —Preguntó Kenji con el ceño fruncido, sin mirarla del todo. —Te dejé en Londres. —Mara ladeó la cabeza con esa sonrisa apenas insinuada que siempre lo había desconcertado, mezcla de ternura y amenaza. Su cabello caía como una cortina oscura sobre los hombros y olía a perfume caro.
—Te conozco demasiado, Kenji. Sabía que, aunque te pedí que no le dijeras nada a Julieta, ibas a hacerlo. —Se inclinó ligeramente, acercándose a su oído. —Y este… —Miró alrededor del bar, a los clientes dispersos y al barman abu