La mañana amaneció con un cielo extraño, cubierto por nubes grises que parecían pesadas, como si quisieran aplastar la casa. Julieta lo notó desde la ventana, con la frente apoyada en el vidrio. Tenía los ojos hinchados de no dormir, y una fatiga que no era solo física: era el cansancio del alma, ese que ni el café ni las sonrisas prestadas podían borrar.
Kenji seguía afuera, dando vueltas como un animal enjaulado. La discusión de la noche anterior no había tenido desenlace, y Julieta se negaba a ser la primera en ceder. Cada vez que lo miraba, recordaba esa figura misteriosa en el bosque y las palabras que aún le ardían en la memoria: “Si descubren lo que realmente pasó…”.
Ese recuerdo le impedía creer en su voz, en sus ojos, en sus promesas y lo peor era que él parecía consciente de esa grieta: no había intentado tocarla, ni hablarle, ni siquiera forzar una disculpa. Solo vigilaba, como si ese fuera el único rol que le quedaba.
Barak notó la tensión desde el primer minuto. Había vis