—Miranda… escúchame, por favor —dijo Arturo, con la voz quebrada, pero al ver la expresión de su esposa, sintió el peso de sus palabras como una losa sobre su pecho.
—¿Qué? ¿Qué debo escuchar? —respondió ella, la rabia ardiente en sus ojos, casi como si pudiera quemarlo con la mirada—. ¿Recuerdas cuando estábamos en el peor momento económico de nuestras vidas? ¿Quién nos ayudó? ¡Fue Ariana! Ella fue quien me dijo que tú eras el mejor para mí, ¡y ahora te descubro como el peor de todos! No entiendo, Arturo, ¿por qué hiciste algo tan cruel?
Arturo tragó saliva, incapaz de sostener la mirada de Miranda. Era como si sus ojos pudieran despojarlo de toda dignidad, rasgarle el alma, dejarlo completamente expuesto.
—Yo… lo hice porque estaba atrapado, Miranda —su voz tembló, mientras un sudor frío comenzaba a perlar su frente—. Sergio me tenía entre la espada y la pared. Si no lo ayudaba, me destruiría, a mí y a todo lo que hemos construido.
Miranda lo miró, los ojos llenos de incredulidad.
—¿