Miranda abandonó el hospital al día siguiente, aun sintiendo el cuerpo débil, como si su alma estuviera suspendida en un mar de incertidumbre.
Cada paso le costaba más que el anterior, su mente estaba hecha trizas, desbordada por el caos de pensamientos que la atormentaban.
Sin embargo, su determinación no vacilaba.
Al cruzar las puertas del hospital, el sol le pareció demasiado distante, una luz fría y ajena que no podía alcanzarla. El mundo seguía girando, pero ella se sentía como una sombra, un espectro dejado atrás.
Y ahí, en la acera, como si el tiempo no hubiera pasado, estaba él. Arturo. Su rostro marcado por la espera, la preocupación, el cansancio.
—Miranda, por favor… tienes que venir a casa —dijo con la voz quebrada, sus ojos reflejaban el desgaste de tantas horas de angustia y soledad.
Ella se detuvo en seco. La emoción la atravesó con la fuerza de una ola, pero las palabras que le salieron fueron firmes, como si hubiera construido un muro entre su dolor y la realidad.
—No.