Abro los ojos lentamente. La luz del atardecer entra por la ventana como un susurro dorado. El aire es fresco, casi dulce, y se cuela entre las cortinas como si no quisiera molestar. Por un momento, hay paz. Una calma frágil que acaricia mi piel y me hace olvidar que el mundo sigue girando.
Respiro hondo. Mi cuerpo se siente pesado, pero tranquilo… hasta que lo recuerdo todo.
Los fragmentos de lo vivido me golpean con violencia: la vergüenza, la rabia, el abandono, la traición. Mis músculos se tensan, mi pecho arde, y un escalofrío recorre mi espalda.
Me incorporo con torpeza, luchando contra el temblor que se apodera de mis manos.
Entonces lo veo.
Ahí está él.
Gabriel.
Parado junto a la ventana, con los ojos clavados en mí como si estuviera viendo un milagro.
—¿Tú…? —mi voz es apenas un susurro—. ¿Es un… sueño?
Él sonríe. Una sonrisa herida, como si le doliera incluso ser feliz. Niega suavemente con la cabeza, como temiendo que cualquier movimiento brusco pudiera romper el momento.
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