Lo que queda en pie

Valeria

Sentada junto a la cama de Fernando, con mis dedos entrelazados con los suyos, me sentí por fin en calma.

Era la primera vez, en días, que podía respirar sin la presión de la clínica, sin sentir que estaba caminando por un campo minado. No tenía uniforme, ni reloj marcando mis horas de atención, ni jerarquías a las que responder. Solo estaba yo. Yo con él. Y eso me bastaba.

Fernando me miraba en silencio, sus ojos fijos en mi rostro, como si buscara memorizar cada gesto. Sus pupilas, más suaves que nunca, se sentían como un hogar. No podía seguir callando.

—Hoy entregué la carta —le dije en voz baja, como si el mundo fuera a cambiar otra vez con solo decirlo en voz alta.

Él no respondió de inmediato. Apretó mis dedos, y eso fue suficiente para que me atreviera a continuar.

—Fue la decisión más difícil que he tomado. Pero también la más honesta. No podía seguir allí fingiendo que tú no eras parte de mí, que mis sentimientos podían quedarse al margen mientras tú seguías luchando
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