Fernando A veces el silencio pesa más que cualquier grito. Y esa noche, el silencio me estaba ahogando.Estaba tendido en mi cama, con Valeria a mi lado. Su presencia era suave, reconfortante. Sentía su cuerpo pegado al mío, su mano acariciando con calma el dorso de la mía, como si pudiera leer todo lo que me estaba callando. Y era mucho.Desde que mis padres se marcharon con esa frialdad, no había dicho una palabra. Solo había escuchado mis propios pensamientos, dándome vueltas como cuchillos que no terminan de hundirse. Y ella había estado ahí. Sin pedir nada. Sin exigirme que hablara. Solo estando. Respirando a mi ritmo. Cuidándome.Ya no quería escuchar más a esa familia.Las palabras de mi madre seguían rebotando en mi mente como un eco cruel, y necesitaba que se detuviera, porque lo peor de todo no era lo que dijo, sino la forma en que lo dijo. Como si cada palabra fuera una verdad absoluta, como si me estuviera haciendo un favor al recordarme mi nuevo lugar en el mundo: debajo
Valeria La clínica estaba más silenciosa de lo habitual esa tarde. El pasillo que conducía a la habitación de Fernando tenía un aire distinto. No era exactamente calma… era concentración, como si el aire contuviera un leve zumbido de propósito. Toqué suavemente antes de empujar la puerta.—¿Fernando?No hubo respuesta inmediata, pero al asomar la cabeza, lo vi. Estaba sentado en su silla, frente a la pequeña mesa plegable que se instalaba junto a la ventana. Sobre la superficie, un computador portátil, varios documentos impresos y un cuaderno de anotaciones se esparcían como si el espacio ya no fuera una habitación clínica, sino una oficina improvisada.Lo observé unos segundos antes de anunciarme de nuevo. Sus dedos bailaban sobre el teclado con soltura, como si la rehabilitación y el dolor físico fueran solo una distracción menor comparados con lo que tenía entre manos. Entonces, me vio.—Valeria —susurró, como si mi nombre le aliviara el alma. Dejó a un lado el teclado y estiró un
El aire en mi habitación era más espeso que nunca. Como si cada molécula supiera lo que estaba a punto de ocurrir. El silencio pesaba. La tensión, incluso antes de que entraran, ya me tenía el estómago revuelto.Mi abogado, Gustavo Molina, estaba junto a mí, de pie, con sus papeles organizados, el rostro severo pero sereno. Yo estaba en mi silla, con las manos apoyadas sobre los reposabrazos, las piernas inmóviles, pero el corazón latiendo como si fuera a salir disparado.La puerta se abrió puntual, a las diez en punto. Mi madre fue la primera en entrar, impecable, el perfume caro impregnando el aire. Luego mi padre, serio, frío como siempre. Cerraron la puerta con cuidado, como si esto fuera una escena demasiado delicada para permitir testigos.—Fernando —dijo mi madre en tono formal, tomando asiento—. ¿Por qué nos citaste?Gustavo carraspeó, tomando la palabra.—Gracias por venir. El señor Casteli ha solicitado esta reunión para comunicarles una decisión definitiva respecto a su sit
ValeriaLa clínica tenía ese murmullo calmo de los fines de semana: menos pasos, menos voces, menos urgencias. Caminé por el pasillo con el corazón latiendo fuerte, sosteniendo mi bolso como si fuera un escudo. Había elegido un vestido sencillo, de tela suave y caída ligera, en un tono marfil que me hacía sentir bonita sin esfuerzo. El cabello suelto, un poco de rubor, brillo en los labios. Quería que Fernando me viera como soy. Sin uniformes. Sin barreras.Toqué la puerta de su habitación, y cuando la abrí, no estaba preparada para lo que vi.Fernando giró hacia mí desde la ventana, y por un instante, creí estar frente a otro hombre. Llevaba una camisa azul marino entallada, con el primer botón abierto y unas mangas arremangadas con precisión. Un reloj elegante en su muñeca izquierda. Pantalones oscuros, sin una sola arruga, y zapatos que no eran clínicos ni cómodos, sino refinados. La ropa no solo le quedaba bien. Le devolvía una presencia que, por momentos, creí olvidada.Y todo gr
FernandoHabía algo inquietante en el modo en que esa mañana los pasillos de la clínica se sentían más fríos. Como si el aire, de pronto, se hubiera vuelto más denso, más pesado. Como si alguien, en alguna parte del edificio, ya supiera lo que estaba a punto de ocurrir.Yo no.Estaba en la sala de fisioterapia, repitiendo una rutina que había comenzado a sentir como propia: estiramientos de espalda, control postural, movimientos de piernas. Aunque ya no trabajaba oficialmente en la clínica, Valeria se mantenía a mi lado como acompañante, supervisando de cerca lo que la terapeuta realizaba conmigo, asegurándose de que la rutina no fuera demasiado exigente. Cada gesto suyo era una mezcla de paciencia, firmeza y esa ternura disimulada que a veces me hacía sentir en paz.Hasta que llegó la enfermera jefa de mi piso. Con ese gesto compasivo en el rostro, y una carpeta entre los brazos que parecía pesarle el doble. Me bastó una mirada para saber que no eran buenas noticias.—Fernando —dijo
ValeriaSabía que no iba a ser fácil para él. Desde que salimos de la clínica, Fernando mantuvo esa expresión estoica que tan bien dominaba, pero yo lo conocía. Sabía distinguir entre el silencio que protege y el silencio que duele. Y ese día, el suyo dolía.Cuando llegamos al departamento, abrí la puerta con una sonrisa que intentó disimular mis propios nervios. Sentí el corazón en la garganta. Porque sabía que este lugar, pequeño y humilde, no se parecía en nada a lo que Fernando había conocido toda su vida. Él venía de un mundo de espacios amplios, superficies pulidas, muebles caros que nunca se movían de sitio. Y yo... yo vivía en menos de cuanrenta metros cuadrados, con paredes finas, estanterías sobrecargadas y una cocina que apenas alcanzaba para dos.—Bienvenido a casa —le dije en voz baja, dejando que la puerta quedara abierta para que él pudiera entrar a su ritmo.Fernando analizó el espacio como si midiera cada centímetro. La silla de ruedas entró justa, rozando el borde de
FernandoHabía una diferencia abismal entre compartir una cama por impulso, y compartirla por elección. Antes, aquella vez en la clínica, todo había ocurrido como un relámpago: confusión, deseo, un beso que se desbordó, y la necesidad urgente de sentirnos vivos. Pero ahora no había apuro. No había urgencia. Estaba ella, frente a mí, y un silencio tan cómodo como aterrador entre los dos.Valeria me esperaba en la habitación, con la cama ya dispuesta y la luz ténue encendida. Se había puesto una camiseta amplia, de esas que caen sobre un hombro y dejan entrever la piel sin proponérselo. Yo la miraba desde el marco de la puerta, intentando no pensar demasiado en todo lo que sentía.Estaba nervioso. Mucho más de lo que esperaba. No por ella, ni por el deseo creciente entre nosotros. Sino por lo que significaba acostarme con ella ahora: sin sombra, sin escapatoria, sin la excusa de un momento robado. Ahora podría verme. Ver mi cuerpo, por completo, con los rastros que había dejado la rehab
ValeriaLa luz de la mañana se colaba por las cortinas con una suavidad inesperada. Había algo en el aire que olía a nuevo, como si el día supiera que ya nada iba a ser igual. A mi lado, Fernando dormía profundamente, con una de sus manos aferrada a la mía como si, incluso dormido, necesitara saber que seguía allí.No quise moverme. Lo observé en silencio, dejando que mi pecho se llenara con esa imagen: su rostro relajado, el cabello desordenado, las marcas en su piel que, de alguna forma, también eran parte de mi historia ahora. Había amado a ese hombre con todo mi cuerpo la noche anterior, pero más que eso, había aprendido a mirarlo sin miedo. A mirarlo de verdad.Tenerlo allí, respirando tranquilo junto a mí, me daba una paz que no sabía que necesitaba. Como si, por primera vez en mucho tiempo, mi mundo tuviera sentido. Ya no era solo el deseo, ni la costumbre de cuidar. Era la certeza profunda de que su presencia era hogar. Que podía vivir días enteros solo para despertarme a su la