Fernando
A veces el silencio pesa más que cualquier grito. Y esa noche, el silencio me estaba ahogando.
Estaba tendido en mi cama, con Valeria a mi lado. Su presencia era suave, reconfortante. Sentía su cuerpo pegado al mío, su mano acariciando con calma el dorso de la mía, como si pudiera leer todo lo que me estaba callando. Y era mucho.
Desde que mis padres se marcharon con esa frialdad, no había dicho una palabra. Solo había escuchado mis propios pensamientos, dándome vueltas como cuchillos que no terminan de hundirse. Y ella había estado ahí. Sin pedir nada. Sin exigirme que hablara. Solo estando. Respirando a mi ritmo. Cuidándome.
Ya no quería escuchar más a esa familia.
Las palabras de mi madre seguían rebotando en mi mente como un eco cruel, y necesitaba que se detuviera, porque lo peor de todo no era lo que dijo, sino la forma en que lo dijo. Como si cada palabra fuera una verdad absoluta, como si me estuviera haciendo un favor al recordarme mi nuevo lugar en el mundo: debajo