Fernando
Había algo distinto en la forma en que Valeria se movía esos días. No era tristeza. Tampoco nostalgia pura. Era como si algo dentro de ella flotara más lento, como una corriente subterránea que solo yo podía percibir después de meses de aprender a leer cada gesto suyo.
La boda se acercaba con la velocidad implacable del tiempo que no perdona. Estábamos a apenas tres semanas del día en que prometeríamos ante testigos lo que ya veníamos cumpliendo desde hacía mucho: cuidarnos. Amarnos sin condiciones. Construir juntos algo más grande que nosotros mismos. Y, aun así, había una mirada que se le escapaba al horizonte cuando pensaba que no la observaba, una pausa inexplicable en sus risas, un silencio que aparecía justo después de elegir los detalles más felices de nuestra celebración.
Al principio pensé que eran los nervios normales de cualquier novia. Los últimos ajustes del vestido, la coordinación con el catering, las llamadas interminables con proveedores. Pero había algo má