Valeria
Nunca imaginé que planear una boda podría sentirse así: entre lo sublime y lo caótico, entre la risa nerviosa y la ternura más honda. Cada día traía una decisión, una visita al jardín, una prueba de sabores o una conversación infinita sobre flores. Los últimos meses habían sido un torbellino de emociones y decisiones que jamás pensé que tendría que tomar. ¿Rosas blancas o lirios? ¿Menú de tres tiempos o buffet? ¿Música clásica o jazz suave? Cada detalle parecía monumental, como si de él dependiera el resto de nuestras vidas.
Pero también, cada noche, me encontraba con Fernando en la cama y lo veía sonreír de una manera distinta. Como si, por primera vez en su vida, sintiera que el futuro lo esperaba con los brazos abiertos. Esa sonrisa nueva, serena y esperanzadora, era mi recompensa diaria. Había reemplazado a aquella mueca de dolor constante que conocí cuando lo encontré en el hospital, meses atrás. Ahora, cuando lo veía dormido, su rostro reflejaba paz. Una paz que habíamos