Bajo la piel

Valeria 

El eco de mis propios pasos resonaba en el pasillo mientras me alejaba de la sala de fisioterapia. Mantuve mi postura profesional hasta doblar la esquina, lejos de cualquier mirada curiosa. Solo entonces permití que mis hombros se relajaran y que el aire contenido escapara lentamente de mis pulmones.

Fernando Casteli. Había algo en él que me inquietaba de una manera que no podía explicar. Quizás era esa combinación de orgullo herido y vulnerabilidad mal disimulada, o tal vez la intensidad con la que sus ojos oscuros me desafiaban, como si constantemente me retara a rendirme con él.

Pero había visto algo más durante esa primera sesión completa. Había visto a un hombre soportando un dolor demoledor en silencio obstinado, negándose a ceder incluso cuando su cuerpo temblaba por el esfuerzo. Y al final, cuando se trasladó solo a la silla a pesar del agotamiento, había captado un destello de determinación pura bajo toda esa hostilidad.

"No estamos aquí para demostrar cuánto puede soportar en silencio", le había dicho. Pero lo cierto era que una parte de mí admiraba esa resistencia, aunque fuera autodestructiva.

—¿Todo bien con el señor Casteli? —La voz de Marta, la enfermera jefe, interrumpió mis pensamientos.

Me recompuse de inmediato, colocando una sonrisa profesional en mi rostro.

—Sí, hemos completado la primera sesión completa —respondí mientras consultaba mi reloj—. Tiene potencial, aunque es... desafiante.

Marta soltó una risa breve mientras organizaba unos expedientes.

—Es el paciente más difícil de la planta —comentó con una mirada cómplice—. Roberto intentó trabajar con él la semana pasada y salió jurando que no volvería a tratar con "ese hombre imposible". ¿Es tan terrible como dicen?

Pensé en la vulnerabilidad que había visto en Fernando cuando mis manos encontraron aquel nudo de dolor en su espalda, en cómo había cedido momentáneamente antes de volver a levantar sus defensas.

—No es terrible —respondí con cautela—. Solo está enfrentando una situación difícil a su manera.

—¿Su manera? —Marta arqueó una ceja—. Por lo que he oído, "su manera" incluye insultar al personal y negarse a cooperar.

—Las personas manejan el trauma de formas diferentes —defendí, sorprendiéndome a mí misma por la rapidez con la que había saltado a justificarlo—. A veces, la ira es solo miedo disfrazado.

Marta me observó con curiosidad, como si pudiera ver algo que yo intentaba ocultar.

—Bueno, parece que has logrado más que cualquier otro terapeuta hasta ahora —concedió finalmente—. ¿Continuarás con él mañana?

—Por supuesto —respondí sin dudar—. Tenemos un largo camino por recorrer.

Con un asentimiento, Marta se alejó por el pasillo, dejándome con la sensación de que había revelado más de lo que pretendía.

El resto de la mañana transcurrió con normalidad: dos pacientes más, cada uno con sus propios desafíos, cada uno merecedor de mi completa atención profesional. Sin embargo, en los breves momentos entre sesiones, mi mente volvía inevitablemente a Fernando. A ese espasmo que había estado soportando quién sabe por cuánto tiempo. A la forma en que su cuerpo había respondido bajo mis manos, cediendo lentamente, confiando a pesar de su resistencia consciente.

Durante mi descanso para comer, en lugar de unirme a mis colegas en la cafetería como solía hacer, me dirigí a la pequeña biblioteca médica del centro. Mis dedos recorrieron los lomos de varios libros hasta encontrar el que buscaba: "Rehabilitación Neuromuscular Avanzada en Lesiones de Columna". No era nuevo para mí; lo había consultado cientos de veces durante mi formación. Pero ahora lo hojeaba con un propósito específico, buscando técnicas que pudieran ayudar a un paciente particular.

—¿Investigando algo nuevo? —preguntó el Dr. Méndez, el director del departamento de rehabilitación, mientras pasaba junto a mí.

Cerré el libro instintivamente, como si me hubieran sorprendido haciendo algo indebido.

—Solo repasando algunas técnicas para un caso complejo —respondí, intentando sonar casual.

El Dr. Méndez sonrió con comprensión.

—¿El señor Casteli? —preguntó, aunque por su tono parecía conocer ya la respuesta—. Leí su historial esta mañana. Una lesión desafiante, sin duda.

—Tiene potencial para recuperar gran parte de su movilidad —afirmé con más convicción de la que sentía—. Pero necesita un enfoque adaptado.

—Es un caso difícil, no solo por la lesión —advirtió el director con voz baja—. He oído que tiene influencias importantes en la ciudad. Su familia es... poderosa.

Asentí, recordando haber visto el apellido Casteli en las noticias, asociado a proyectos inmobiliarios de lujo y eventos de alta sociedad.

—Con todo respeto, doctor, eso no cambia mi enfoque terapéutico —respondí con firmeza—. Para mí es un paciente que necesita ayuda, no un apellido.

El Dr. Méndez sonrió con algo parecido al orgullo.

—Por eso le asigné su caso, Cruz. Sabía que usted no se dejaría intimidar. —Hizo una pausa antes de añadir—: Solo recuerde mantener los límites profesionales claros. Los pacientes como él pueden ser... complicados.

Con un leve asentimiento, el director se alejó, dejándome con una extraña sensación de haber sido advertida sobre algo que aún no había considerado. ¿Límites profesionales? Por supuesto que sabía dónde estaban esos límites. ¿Qué había visto el Dr. Méndez para sentir la necesidad de mencionarlo?

El resto de la tarde pasó rápidamente entre pacientes y consultas, pero la sensación persistía. Cuando finalmente terminé mi turno, me encontré recopilando artículos y estudios sobre nuevos enfoques en rehabilitación de lesiones medulares para llevarlos a casa.

Mi apartamento, un espacio pequeño pero luminoso en el sexto piso de un edificio sin ascensor, me recibió con el silencio familiar que siempre agradecía después de un día rodeada de personas. Dejé caer mi bolso y los papeles sobre la mesa del comedor, me quité los zapatos y me dirigí directamente a la ducha.

Bajo el agua caliente, permití que los pensamientos que había mantenido a raya durante el día fluyeran libremente. La imagen de Fernando se materializó en mi mente: su mandíbula tensa mientras soportaba el dolor, la sorpresa en sus ojos cuando usé su nombre, la vulnerabilidad momentánea cuando mis manos encontraron aquel punto exacto de tensión en su espalda.

"¿Por qué te importa tanto?", me había preguntado.

Era una buena pregunta. Una que yo misma me hacía ahora. ¿Por qué me importaba más de lo normal? Había trabajado con cientos de pacientes, algunos en situaciones incluso más difíciles que la suya. Había aprendido a mantener el equilibrio perfecto entre empatía y distancia profesional.

Entonces, ¿qué hacía a Fernando Casteli diferente?

Quizás era el desafío mismo lo que me atraía. La posibilidad de ayudar a alguien que todos los demás habían descartado como un caso perdido. O tal vez era algo más visceral: la conexión que había sentido cuando mis manos tocaron su piel, cuando percibí el momento exacto en que comenzó a confiar en mí, aunque fuera brevemente.

Salí de la ducha y me envolví en una toalla, dejando que las gotas de agua corrieran por mi piel mientras mi mente seguía trabajando. Me puse ropa cómoda y regresé a la mesa donde había dejado los documentos.

Durante las siguientes dos horas, me sumergí en estudios de caso y nuevas investigaciones. Tomé notas meticulosas, diseñé un programa personalizado que combinaba técnicas convencionales con enfoques innovadores. Dibujé diagramas de ejercicios adaptados específicamente para la condición de Fernando, considerando tanto la lesión medular como el dolor crónico en su espalda.

Eran casi las once de la noche cuando finalmente me detuve, sorprendida por el tiempo que había invertido. Nunca antes había dedicado tantas horas extra a un solo paciente, al menos no desde mis días de estudiante.

—Esto es demasiado —murmuré para mí misma mientras observaba las páginas de notas esparcidas sobre la mesa.

Me levanté y caminé hacia la ventana, observando las luces de la ciudad. La advertencia del Dr. Méndez resonaba en mi mente: "mantener los límites profesionales claros". ¿Estaba cruzando una línea? ¿O simplemente estaba siendo una terapeuta dedicada?

Mi teléfono vibró con un mensaje. Era Carmen, mi amiga y colega del centro:

"¿Todo bien? Te fuiste sin despedirte. ¿Quieres que nos tomemos ese café pendiente mañana?"

Sonreí con culpabilidad. Había estado tan absorta en mis pensamientos sobre Fernando que ni siquiera recordaba haberme despedido de nadie.

"Lo siento, día intenso. Café suena perfecto. ¿Después del turno?" respondí rápidamente.

La respuesta llegó casi de inmediato:

"Perfecto. Por cierto, ¿cómo fue con el famoso paciente imposible? ¿Tan terrible como dicen?"

Me quedé mirando la pantalla, insegura de cómo responder. ¿Cómo describir a Fernando Casteli sin revelar el extraño efecto que había tenido en mí?

"Desafiante pero interesante", escribí finalmente. "Te cuento mañana."

Dejé el teléfono y volví a mis notas, organizándolas meticulosamente en una carpeta. Mientras lo hacía, me pregunté qué diría Fernando si supiera que estaba pasando mi noche libre diseñando un programa especial para él. Probablemente pensaría que era patética o que buscaba impresionarlo.

Pero no era eso. Había algo en él, algo que había captado durante esos momentos de vulnerabilidad, que me decía que merecía este esfuerzo. Como si bajo todas esas capas de amargura y resentimiento hubiera algo valioso luchando por salir.

Me preparé para dormir con la sensación de estar adentrándome en un territorio peligroso. Una parte de mí sabía que me estaba involucrando demasiado, que estaba permitiendo que este paciente ocupara un espacio en mi mente que iba más allá de lo profesional. La otra parte insistía en que simplemente estaba haciendo mi trabajo con la dedicación que siempre había tenido.

Tumbada en la cama, con los ojos fijos en el techo, repasé mentalmente cada momento de la sesión con Fernando. La tensión inicial, el descubrimiento del espasmo, la forma en que él había pronunciado mi nombre al despedirse: "Hasta mañana, Valeria". Con una suavidad que contrastaba con su hosquedad habitual.

Cerré los ojos, intentando apartar esos pensamientos. Mañana sería otro día. Otra oportunidad para ayudar a Fernando Casteli a encontrar el camino de regreso desde ese lugar oscuro donde el accidente lo había dejado. Otra oportunidad para demostrarle que el dolor no tenía que definir el resto de su vida.

Y si en el proceso yo descubría qué era exactamente lo que me atraía tanto de este hombre complejo y herido, tal vez también encontraría la fuerza para mantener la distancia profesional que sabía que debía conservar.

Con ese pensamiento, me deslicé finalmente hacia el sueño, mientras una parte de mi mente seguía dibujando ejercicios y técnicas que podrían despertar la esperanza en un hombre que parecía haberla perdido por completo.

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