La primera sesión

Fernando

No dormí bien esa noche. El rostro de Valeria Cruz aparecía en mi mente cada vez que cerraba los ojos. Esa mirada firme, libre de compasión, había dejado una impresión que no podía ignorar. Por más que intentara convencerme de que su actitud solo era parte de su trabajo, algo en su voz resonaba en mi pecho como un eco molesto.

"Estoy aquí para ayudarlo a dar el primer paso. Pero eso depende de usted."

No podía sacarme esas palabras de la cabeza. Tal vez porque, en el fondo, sabía que tenía razón. Pero admitirlo significaba aceptar que, hasta ahora, yo mismo había sido el mayor obstáculo en mi recuperación.

El sol apenas comenzaba a filtrarse por la ventana cuando el sonido de un golpe suave en la puerta interrumpió mis pensamientos. La noche había sido un tormento continuo, la espalda me ardía con ese dolor sordo que se había vuelto mi compañero constante desde el accidente, y mis piernas —esas extremidades ahora extrañas para mí— hormigueaban con una sensación fantasma que los médicos llamaban "normal" pero que para mí era solo otro recordatorio cruel de lo que había perdido.

—¿Señor Casteli? —La voz de Valeria resonó desde el otro lado.

Apreté los dientes y solté un suspiro antes de responder, intentando disimular el espasmo que acababa de atravesarme la columna.

—Adelante.

La puerta se abrió, y ella entró con la misma expresión tranquila del día anterior. Llevaba el cabello recogido en una coleta alta, y su uniforme de terapeuta se ajustaba perfectamente a su figura esbelta. Bajo el brazo, sostenía una carpeta y una tabla con ejercicios, lista para la sesión.

—Buenos días —dijo, cerrando la puerta tras de sí—. ¿Durmió bien?

—¿A ti qué te importa? —respondí sin mirarla, ocultando el hecho de que había pasado la noche alternando entre punzadas agudas en la zona lumbar y pesadillas sobre el accidente.

Escuché cómo dejaba la carpeta sobre la mesa, ignorando mi sarcasmo. Su mirada se detuvo un instante en mi postura, ligeramente inclinada hacia la derecha, un reflejo involuntario para aliviar la presión sobre mi columna dañada.

—Hoy empezaremos con ejercicios de movilidad básica —dijo, manteniendo la calma—. El objetivo es reactivar la conexión entre sus músculos y su sistema nervioso. Sé que puede ser frustrante al principio, pero es esencial para recuperar la fuerza en las piernas.

Rodé los ojos, sintiendo que la rabia volvía a subir por mi pecho, mezclándose con el dolor físico que me atravesaba las costillas cada vez que respiraba profundo.

—¿Cuántas veces más tengo que escuchar ese discurso? Ya sé cómo funciona esto. Lo que no sé es por qué debería perder mi tiempo si el resultado será el mismo.

Valeria se acercó hasta quedar a un par de pasos frente a mí. Sus ojos marrones se clavaron en los míos con una intensidad que casi me hizo apartar la mirada.

—Porque, si no lo intenta, nunca sabrá si realmente pudo haberlo logrado —respondió sin titubear—. Usted decide, señor Casteli. ¿Prefiere quedarse sentado lamentándose o demostrar que puede superar esto?

Abrí la boca para responder, pero las palabras se quedaron atrapadas en mi garganta. Nadie me había hablado así desde el accidente. Todos me trataban con una mezcla de lástima y paciencia forzada. Pero ella... Ella no parecía tenerle miedo a mi mal humor ni a mi apellido.

Finalmente, solté un resoplido y giré la silla de ruedas hacia ella, ocultando la mueca de dolor que el movimiento brusco provocó en mi espalda. Una aguja ardiente parecía clavarse entre mis vértebras.

—Está bien. Hagamos esto.

Por primera vez, vi una leve sonrisa curvar sus labios. Pero no era una sonrisa de satisfacción. Era una sonrisa de alguien que sabía que la verdadera batalla apenas comenzaba.

—Perfecto. Vamos a la sala de fisioterapia —dijo mientras tomaba la carpeta y se acercaba a la puerta.

Moví las ruedas de mi silla con más fuerza de la necesaria, sintiendo el peso de cada metro recorrido. El sonido de las ruedas chirriando contra el suelo pulido resonaba en el pasillo mientras avanzábamos en silencio. Cada pequeño bache en el piso enviaba ondas de dolor por mi columna, como si alguien estuviera clavando un hierro candente entre mis vértebras. Apreté la mandíbula tan fuerte que sentí que los dientes podrían romperse, pero no dejé escapar ni un solo gemido. A mi alrededor, las miradas de otros pacientes y del personal se deslizaban sobre mí como cuchillas invisibles. Algunos con curiosidad, otros con lástima. Ninguno de ellos sabía quién era yo antes de este accidente. Y, francamente, ya no estaba seguro de saberlo yo mismo.

Al llegar a la sala de fisioterapia, Valeria abrió la puerta y me hizo una señal para que entrara. El espacio estaba equipado con todo tipo de aparatos: barras paralelas para caminar, pesas ligeras, bicicletas estáticas adaptadas y colchonetas para ejercicios de estiramiento. La luz natural entraba por las amplias ventanas, dando al lugar un aire menos clínico y más acogedor.

—Bien, empecemos con algo sencillo —dijo, acercándose a una camilla y preparando unas correas—. Necesito que se traslade de la silla a la camilla. Yo estaré aquí para ayudarlo si lo necesita.

Mi mandíbula se tensó. Odiaba esa palabra. "Ayuda". Como si me hubieran reducido a alguien incapaz de hacer nada por sí mismo.

Coloqué las manos sobre los reposabrazos de la silla y respiré hondo antes de impulsarme hacia la camilla. Los músculos de mis brazos protestaron con un temblor sutil, enviando oleadas de dolor por mis hombros y cuello. Una punzada feroz en la base de la columna me hizo contener la respiración. Por un instante, vi todo blanco, como si un relámpago me hubiera atravesado. Antes de que el temblor me delatara, sus dedos largos y suaves rozaron mi cintura. No estaba ayudándome, solo estaban ahí para recordarme su presencia.

Por fortuna, logré estabilizarme mientras movía las piernas con las manos para acomodarlas, aunque la falta de sensibilidad contrastaba cruelmente con el dolor agudo que sentía en el resto del cuerpo. La sensación de debilidad en las piernas era un recordatorio constante de mi realidad, uno que me atormentaba cada día.

—Muy bien —dijo Valeria con un tono neutral, sin elogios innecesarios, e ignorando el hecho de que sus manos me habían brindado una seguridad que no acostumbraba tener—. Ahora voy a mover sus piernas para estimular los músculos. Si siente dolor o incomodidad, avíseme.

Asentí sin mirarla, pero la verdad era que ya estaba luchando contra una oleada de dolor que subía desde mi espalda baja, esparciendo fuego líquido por mi columna.

Ella se acercó y tomó mi pierna derecha con delicadeza, pero con la firmeza de alguien que sabía exactamente lo que estaba haciendo. Sentí el calor de sus manos a través del pantalón deportivo mientras elevaba mi pierna y la doblaba lentamente en la rodilla. La tensión en los músculos adormecidos me hizo apretar los dientes, pero no dije nada.

—Bien. Respire hondo y relaje los músculos —dijo con calma, continuando con el movimiento.

Su tono era profesional, pero la cercanía física era inevitable. Podía sentir su aliento suave cada vez que se inclinaba hacia mí, y su aroma a lavanda y algo ligeramente cítrico envolvía el aire. Traté de concentrarme en el ejercicio, pero mi mente seguía divagando, atrapado entre la incomodidad de la situación y algo más profundo que no quería reconocer.

Cuando cambió el ángulo de mi pierna, un latigazo de dolor me atravesó la columna vertebral. Fue tan intenso y repentino que, sin poder evitarlo, dejé escapar un siseo ahogado entre dientes. Intenté disimularlo inmediatamente, endureciendo el rostro, pero era demasiado tarde. Las gotas de sudor frío que perlaban mi frente me delataban.

—¿Le molesta este movimiento? —preguntó, deteniéndose por un momento, sus ojos evaluándome con precisión profesional.

—No —respondí de inmediato, con la voz más áspera de lo que pretendía.

Ella me observó por un segundo más, sus ojos entrecerrados con sospecha. Sin decir nada, continuó con el ejercicio, esta vez moviendo la pierna izquierda con la misma precisión. Cada movimiento parecía despertar el dolor y la esperanza, como si mi cuerpo luchara por recordar lo que había olvidado.

Cuando llegamos al tercer set de ejercicios, el dolor en mi espalda se había vuelto casi insoportable. Intentaba mantener la respiración controlada, pero cada inspiración era como una puñalada. Mis nudillos estaban blancos de tanto apretar el borde de la camilla, y podía sentir una gota de sudor deslizándose por mi sien derecha.

Entonces, ocurrió. Al cambiar de posición para el siguiente ejercicio, un espasmo feroz recorrió mi columna. Fue como si alguien hubiera apretado un interruptor de dolor puro. Mi cuerpo se tensó involuntariamente y un gruñido ahogado escapó de mi garganta antes de que pudiera contenerlo. La sensación fue tan demoledora que por un instante perdí la noción del espacio. El mundo se redujo a ese punto incandescente en mi espalda.

Valeria se detuvo de inmediato. Su mirada cambió en un instante, de profesional a genuinamente preocupada.

—Fernando —dijo, usando mi nombre por primera vez—. ¿Es la espalda?

Cerré los ojos con fuerza, luchando por recuperar el control. No quería admitirlo. No quería mostrarme vulnerable ante ella. Ante nadie.

—Estoy bien —logré decir entre dientes—. Sigamos.

Ella negó con la cabeza, su expresión firme pero suave.

—Dese la vuelta, por favor. Boca abajo.

—Te dije que estoy...

—Fernando —interrumpió con autoridad tranquila—. Dese la vuelta.

Algo en su voz me hizo obedecer. Quizás el agotamiento de fingir, quizás el dolor que ya no podía ignorar. Con su ayuda, me giré despacio hasta quedar boca abajo sobre la camilla. Cada movimiento era una tortura, como si tuviera cristales rotos entre las vértebras.

Sin previo aviso, sentí sus manos cálidas y firmes sobre mi espalda baja, a ambos lados de la columna. Sus dedos presionaron con precisión experta, encontrando de inmediato el punto exacto donde el músculo se había contraído como una piedra.

—Tiene un espasmo severo —dijo con voz tranquila—. Es normal después de una lesión como la suya. Los músculos trabajan el doble para compensar el daño en la columna.

Comenzó a masajear la zona con movimientos circulares, alternando presión profunda con suaves estiramientos. Sus manos parecían conocer cada punto, cada fibra tensa, cada nudo de dolor que había estado soportando en silencio durante semanas.

—Respire profundo —instruyó mientras sus pulgares trazaban líneas precisas a los lados de mi columna—. Y suelte el aire lentamente.

Obedecí, sorprendido por la inmediata sensación de alivio que sus manos provocaban. El dolor seguía ahí, pero ahora era como si alguien hubiera bajado el volumen de una radio ensordecedora. Sentí cómo el músculo contraído comenzaba a ceder bajo sus dedos expertos.

—¿Por qué no dijo nada? —preguntó en voz baja mientras continuaba trabajando—. Este tipo de dolor no ayuda a su recuperación. Solo la retrasa.

Me quedé en silencio unos segundos. ¿Cómo explicarle que el dolor físico era casi un consuelo comparado con el vacío que sentía por dentro? ¿Que prefería el dolor a la nada?

—Estoy acostumbrado a lidiar con mis problemas solo —respondí finalmente.

Sus manos no se detuvieron, pero sentí una leve pausa en su ritmo.

—El dolor no es un enemigo que se pueda vencer con orgullo, Fernando —dijo, usando mi nombre con una familiaridad que, sorprendentemente, no me molestó—. Es una señal que su cuerpo le envía. Ignorarla no lo hace más fuerte. Solo lo lastima más.

Mientras sus palabras se asentaban en mi mente, sus dedos encontraron un nudo particularmente doloroso. Contuve el aliento involuntariamente.

—Este ha estado aquí por mucho tiempo —comentó, presionando con delicadeza pero con firmeza el punto—. Necesita relajarse.

—¿Siempre eres así de implacable con tus pacientes? —pregunté en un intento de romper la intimidad del momento, incómodo con la vulnerabilidad que estaba sintiendo.

—Solo con los que insisten en rendirse antes de empezar —respondió sin perder el ritmo.

A pesar de mí mismo, una sonrisa sarcástica se dibujó en mis labios.

—¿Y qué te hace pensar que soy uno de esos?

Ella se detuvo y, aunque no podía verla desde mi posición, sentí su mirada sobre mí.

—Porque lo veo en su mirada. La frustración, la rabia... y el miedo. Pero también veo algo más. Algo que le impide rendirse del todo. Por eso estoy aquí. Para recordarle que todavía puede recuperar lo que perdió.

Mis labios se apretaron en una fina línea. ¿Cómo demonios podía verme tan claramente cuando yo apenas podía reconocerme en el espejo?

Lo que más me desconcertaba era la forma en que sus manos trabajaban sobre mi cuerpo. No había nada invasivo en su tacto, nada inapropiado, pero había una conexión, una preocupación genuina que no había sentido desde antes del accidente. Ni siquiera Isabel, en nuestros últimos días juntos, me había tocado con tanta atención, con tanta... presencia.

—¿Por qué te importa tanto? —pregunté de repente, sorprendiéndome a mí mismo por la pregunta.

Sus manos se detuvieron por un instante tan breve que casi pensé haberlo imaginado. Luego continuaron, ahora ascendiendo por los músculos tensos de mi espalda media.

—Porque cada paciente merece alguien que crea en su recuperación —respondió después de un momento—. Incluso cuando ellos mismos han dejado de creer.

Había algo más detrás de sus palabras, algo personal que no estaba compartiendo, pero no insistí. Por primera vez en mucho tiempo, el dolor estaba retrocediendo bajo el toque de alguien que parecía entender no solo mi cuerpo, sino también mi silencio.

—Terminemos con esto —dije, no queriendo admitir cuánto significaba ese pequeño acto de cuidado.

Valeria no respondió. Simplemente continuó con el masaje durante unos minutos más, asegurándose de que el espasmo se hubiera reducido lo suficiente. Luego, con la misma profesionalidad con la que había comenzado, me ayudó a girarme nuevamente y retomó los ejercicios, esta vez con un enfoque más suave pero igualmente efectivo.

La sesión terminó una hora después. Mi cuerpo estaba agotado, pero no era solo el cansancio físico lo que pesaba sobre mí. Era la conciencia de que, por primera vez desde el accidente, alguien había logrado atravesar la muralla que había construido a mi alrededor. No con grandes gestos ni con discursos motivacionales vacíos, sino con algo mucho más poderoso: cuidado genuino.

Cuando Valeria se acercó para ayudarme a volver a la silla, levanté una mano para detenerla.

—Puedo hacerlo solo —dije con firmeza, aunque sin la hostilidad inicial.

Ella se quedó en su lugar, observándome con respeto y algo que reconocí como expectativa. No lástima, sino confianza. Como si supiera que podía hacerlo.

Inspiré hondo y apoyé las manos en la camilla, impulsándome hacia la silla. El movimiento fue torpe, y por un instante creí que iba a caer, pero logré mantenerme firme y sentarme sin ayuda. El dolor seguía ahí, pero ahora era más llevadero, como si sus manos hubieran reescrito temporalmente el mapa de mi sufrimiento.

—Muy bien, señor Casteli —dijo Valeria con un leve asentimiento—. Mañana continuaremos con ejercicios de resistencia. Y —añadió con una mirada significativa— la próxima vez que sienta ese tipo de dolor, dígamelo de inmediato. No estamos aquí para demostrar cuánto puede soportar en silencio.

Me giré hacia ella y, por un instante, nuestras miradas se encontraron una vez más. Había algo en sus ojos, una mezcla de determinación profesional y algo más cálido, más personal, que me dejó sin palabras.

—Hasta mañana, Valeria —respondí, pronunciando su nombre con más suavidad de lo que había planeado.

Ella no respondió. Solo sonrió levemente antes de salir de la sala.

Me quedé en silencio, escuchando el eco de sus pasos alejarse por el pasillo. Mi espalda dolía menos, mi cuerpo se sentía más ligero, y por primera vez en mucho tiempo, sentí que algo dentro de mí volvía a moverse.

No era esperanza, aún no.

Pero tal vez era el primer paso para recordar cómo se sentía.

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