No podía ser verdad. No. Gabriele no estaba muerto. No podía estarlo.
Las palabras de Marco D’Amico retumbaban en mi cabeza como un eco interminable, una grieta abierta en mi pecho que no dejaba de sangrar. Él había dicho su nombre con esa indiferencia calculada, con esa mueca de burla apenas contenida, como si Gabriele hubiese sido un simple obstáculo que debían quitar del camino. Pero no era así. No podía ser. Yo lo había oído hace apenas unos días. Habíamos hablado. Había escuchado su voz, su promesa de que todo iba a estar bien. Después, Gerónimo me había dicho que se encargaría de resolver ciertas cosas, que lo cuidaría, que tenía un plan. ¿Acaso también él me había mentido?
Me quedé con la mirada perdida en el techo de esa habitación lúgubre y húmeda, que no era más que una celda disfrazada de sótano. No sabía cuántas horas pasaron. Tal vez días. El tiempo dejó de existir. Solo era un murmullo lejano, una sombra que se escurría entre los ladrillos de las paredes. A veces, la muc