Marco D’Amico se sentó frente a mí con la tranquilidad de quien no tiene prisa, como si no hubiera un cuerpo temblando a pocos metros, ni sangre seca en la comisura de mis labios, ni el hedor del encierro impregnando las paredes. Me observó durante unos segundos, en completo silencio, como si quisiera calcular cuánto quedaba de mí. ¿Cuánto resistiría antes de quebrarme?
No me moví. No parpadeé. No podía. Tenía el cuerpo rígido, aferrado al único escudo que me quedaba: el desprecio.
—¿De qué se trataba todo esto, Ludovica? —preguntó finalmente, con un tono que no era agresivo ni sarcástico, sino… curioso. Como si yo fuera un acertijo mal resuelto.
Fruncí el ceño, sin entender.
—¿Cómo dices?
Él se inclinó levemente hacia mí, apoyando los codos en las rodillas, entrelazando los dedos.
—Tú no sabes nada, ¿verdad? No tienes idea de por qué estás aquí. Ni de por qué yo aparezco ahora como tú… "Protector".
Sentí un escalofrío, recorrerme la espalda. Algo en su voz me decía que la respuesta n