Cuando me sacaron de la tina, ni siquiera sentí frío. Era como si el agua tibia que me envolvía no hubiese tocado realmente mi cuerpo. Como si esa piel que estaban acariciando con esponjas suaves no fuera mía. Las mujeres —ni siquiera recordaba sus rostros, solo manos diligentes y cuidadosas— me secaron con una toalla mullida, me perfumaron con algo dulce y cálido, como jazmín o miel, y luego me vistieron con una pijama de seda clara. Me sentí envuelta en algo suave, ajeno, irreal.
Fue entonces cuando me di cuenta de que era de noche. Las luces estaban bajas, y al otro lado de las cortinas podía verse el reflejo lejano de la luna filtrarse en ráfagas, como si hasta el cielo supiera que algo en mí se había roto para siempre.
Yo seguía con la vista fija en el suelo. No tenía ganas de levantar la mirada, de intentar entender dónde estaba o por qué. Me sentía como un cascarón vacío, un recipiente de luto y confusión. Era como si cada parte de mí hubiese quedado detenida en aquel instante