La casa entera parecía contener el aliento.
Había cerrado la puerta de mi habitación como un acto de supervivencia, más que de enfado. No quería verlo. No así. No con los ojos encendidos de sospecha, no con el juicio sobre los labios, no con la violencia blanda que no deja moretones pero marca igual.
Me senté en el borde de la cama sin desvestirme. Tenía el vestido aún en las manos, arrugado, tembloroso como yo. Me ardía la cara de vergüenza, no por lo que él había pensado, sino por lo que había dicho delante de los otros. Por cómo me había mirado. ¡Como si no me conociera! Como si fuera una extraña.
Me había insultado sin necesidad de palabras gruesas.
Me había herido como solo puede hacerlo alguien que conoce cada rincón de tu alma.
Me decía que no llorara, que no valía la pena. Que ya no me afectaba tanto. Pero sí.
Lloré. Lloré despacio, con la boca cerrada y los hombros encogidos, como una niña que no quiere que nadie la escuche. Lloré porque lo extrañaba. A él.
Al verdadero Gabri