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CAPÍTULO 81 Sintiendo la soledad

Nunca me había parecido tan largo el atardecer como ese día.

Había cocinado con desgano, pero con la vaga esperanza de que, al menos esta vez, Gabriele llegara antes de que el cielo se tiñera por completo de negro. Había empezado a imaginar, desde temprano, la posibilidad absurda de que comiéramos juntos. Algo simple y casero. Como en los viejos tiempos. ¡Como cuando todavía me miraba sin que la preocupación le nublara los ojos!

Pero claro, era solo una ilusión.

El teléfono no sonó. No hubo mensaje.

La ausencia ya no dolía como antes. Había empezado a sentirse normal. Y eso era, en sí mismo, lo más triste.

Estaba sola en la cocina cuando Dante llegó. No lo esperaba. Teresa le había dicho que podía pasar por unas carpetas que Gabriele había olvidado firmar, y él apareció con esa sonrisa despreocupada, esa forma de estar como si no necesitara pedir permiso. Le ofrecí algo de cenar, por costumbre, más que por hospitalidad, y para mi sorpresa aceptó. Teresa dijo que no quería dejarme sol
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