Él se quedó de pie junto a la puerta cerrada. Yo no me había movido. Me abrazaba a mí misma, de pie, junto a la cama, como si así pudiera sostenerme en medio de ese temblor interno que me recorría desde que lo vi cruzar la puerta.
Había dicho que estaba cansado, que se había equivocado, que no sabía cómo manejar todo. Pero no era suficiente. Ni siquiera cerca. No después del silencio, del abandono, de esa acusación cruel que había lanzado sobre mí como si mi fidelidad fuera algo dudoso.
No lo miré. Esperé. Y él supo que no podía seguir escapando.
—Ludovica... hay cosas que no sabes —murmuró. Su voz era baja, quebrada.
—¿Cosas como qué? —pregunté sin girarme—. ¿Cosas como las que me ocultaste durante semanas? ¿O cómo las que preferiste inventar, antes que decirme la verdad?
Sentí cómo respiraba hondo detrás de mí. El peso en su pecho era real. Pero el mío también lo era.
—Sé que te fallé. No tengo cómo justificarlo. Lo que te dije… sobre Dante, fue cruel. Injusto. Me sentía acorralado,