Cuando volví a la habitación después del almuerzo, el nudo en el estómago seguía ahí, pero se sentía más liviano. Gabriele tenía razón: no iba a estar sola. Y aunque el miedo seguía en algún rincón, empezaba a reconocer otra sensación distinta… algo parecido a la emoción. Una chispa que no sentía desde hace mucho tiempo.
No pasaron más de veinte minutos cuando escuché voces acercándose por el pasillo. Risas. Tacones rápidos. El sonido de estuches siendo apoyados en el suelo y el típico murmullo de quienes están a punto de crear algo. Los estilistas habían llegado.
La puerta se abrió sin demasiado protocolo, y una explosión de energía se apoderó del cuarto. Tres personas entraron como una ráfaga de aire perfumado y nervios creativos. Dos chicos —uno rubio con el pelo hasta los hombros y otro con rizos perfectamente definidos— y una mujer morena con un delineado tan perfecto que me intimidó un poco.
—¡Ella es! —Exclamó el rubio, con los ojos brillando como si acabara de descubrir un tes