Los días siguientes se deshicieron como arena entre los dedos. No importaba cuánto me esforzara por detener el tiempo, por aferrarme a cada risa de mis hermanos, a cada mirada protectora de mi padre, a las caricias silenciosas de mi madre. Compartíamos el desayuno, todos juntos, a veces en la terraza, otras en la cocina, y era como si el mundo se hubiera detenido en ese instante perfecto. Juntos. A salvo. Aunque fuera por poco tiempo.
Porque eso era lo que sabíamos todos, aunque nadie lo dijera en voz alta: que ese pequeño paréntesis de paz tenía fecha de vencimiento. Que no podían quedarse. Que su presencia ponía en riesgo todo lo que habíamos logrado construir.
La casa de seguridad donde vivían ahora era más grande que la antigua, más moderna, con guardias armados que patrullaban los alrededores a toda hora y cámaras en cada rincón. Pero no era hogar. No como lo había sido la vieja casona de Catania, con sus columnas agrietadas y las ventanas que crujían cuando el viento del mar sop