Las despedidas siempre me dejaban un nudo en la garganta, pero esa vez fue distinto. Me dolía la boca de tanto sonreír para que mis padres no sospecharan nada, me dolía el corazón por haber ido a verlos sin pensar en las consecuencias. Cuando nos alejamos de la casa de mis padres, la tensión que me oprimía el pecho se volvió insostenible. Sentía el peso del error como una piedra en el estómago. Había sido imprudente, ingenua, y ahora lo sabía.
Gabriele no me dijo ni una palabra en los primeros minutos. Solo hablaba con Gerónimo por el intercomunicador, dando instrucciones al resto de la caravana. Sabía que había desplegado a todo su equipo para asegurarse de que nadie de los hombres D’Amico nos siguiera, pero eso no era lo que me preocupaba. Era la decepción silenciosa en su rostro. Él había dejado todo para venir a buscarme, porque papá lo llamó, porque yo me expuse sin entender lo que realmente estaba en juego.
—No sabía que era tan grave… —murmuré, rompiendo el silencio. Estaba mir