Nunca supe que los silencios podían ser tan peligrosos.
Estaba sentada en el borde de la cama de mi habitación, una que hasta hace unas semanas fue mía, con la espalda tensa, los codos apoyados sobre las rodillas y las manos entrelazadas. Me las apretaba una contra otra con fuerza, como si ese dolor físico pudiese distraerme del que estaba sintiendo por dentro. Desde que papá colgó el teléfono con Gabriele, el ambiente se volvió irrespirable. Mi pecho era un nudo de ansiedad y culpa, y cada segundo que pasaba sin que él llegara se sentía como una sentencia.
No había sido prudente. Lo sabía. Venir aquí sin avisar, exponerlos, exponerme, como si todo se tratara de un berrinche sentimental. Me repetía mentalmente las palabras que papá no había dicho, pero que se le dibujaban en el rostro desde que crucé esa puerta.
Idiota. Inmadura. Impulsiva.
No lo había hecho por capricho. Lo había hecho porque necesitaba un lugar donde pudiera estar tranquila y sentirme en casa. Pero ahora entendía q