Había pasado otro maldito día lleno de papeleo, reuniones con socios que no me interesaban, y llamadas que colgaba antes de que terminaran la primera frase. Lo único que realmente me mantenía cuerdo era saber que Ludovica estaba bien. O, al menos, eso creía. Desde que su presencia se instaló en mi habitación como un huracán suave, no podía evitar pensar en ella cada vez que entraba y la veía dormida, como si me perteneciera. Como si al fin hubiera algo mío que no se me pudiera arrebatar.
Esa noche, después de dejarla dormida —o eso pensé—, bajé a la biblioteca. Gerónimo me esperaba, puntual como siempre, de pie frente a la estantería de vinos, con una copa servida pero intacta. Sabía que no era por cortesía: él nunca bebía en reuniones. Incluso aunque fueran solo charlas informales. Él decía que su trabajo era vigilar, y los sentidos no se nublaban con alcohol.
—¿Qué hay? —le pregunté, mientras me servía mi propio trago, el líquido ámbar brillando bajo la lámpara verde del escritorio.