Desde que Ludovica había llegado, la casa se sentía distinta. Más viva. Más luminosa. No era solo su risa que se escapaba cuando se sorprendía, ni su voz suave y decidida cuando hablaba de cocina o cuando, sin darse cuenta, dejaba escapar alguna reflexión que me hacía pensar. Era su presencia misma, discreta, pero firme, que iba impregnando todo.
Con el paso de los días, comenzó a soltarse conmigo. Ya no me miraba con esa mezcla de cautela y respeto distante, sino con una confianza serena que iba creciendo, como una flor al sol. Al principio, las conversaciones eran breves, casi formales, como si todavía creyera que debía mantener cierta distancia. Pero luego, sin que me diera cuenta, estábamos hablando durante horas sobre técnicas culinarias, sobre vinos y texturas, sobre el alma de un plato y la memoria que deja en quien lo prueba.
Me ofrecí como su conejillo de indias, claro. Fue casi instintivo. Quería estar cerca. Quería verla hacer eso que tanto amaba. Así que cada vez que prepa