No sabía cómo había llegado a sentirme tan cómoda en tan poco tiempo. Quizá era la calma de no tener presión, el aire limpio, el aroma de los limoneros o el hecho de que en esa casa, por primera vez en mucho tiempo, me sentía segura. Pero sospechaba que gran parte de esa sensación tenía nombre y apellido. Gabriele De Luca.
Esa noche, le había preparado una focaccia con aceitunas negras y romero. La masa había levado justo como debía, la corteza estaba crujiente y el interior esponjoso, perfumado por el aceite de oliva que él mismo había traído de su pequeño olivar. Se la había servido todavía tibia, con una copa de vino tinto, y él me miró como si le hubiese servido un manjar de reyes.
—Está deliciosa, Ludovica —dijo tras el primer bocado, con esa sonrisa apenas insinuada que tanto me costaba interpretar, pero que con el tiempo había aprendido a valorar. No era un hombre de grandes declaraciones, pero lo que decía lo decía con el alma.
Nos quedamos un buen rato en la sala, conversando