Mi padre llegó echando fuego por los ojos. Ya sabía que no estaría de acuerdo con la decisión que había tomado, y la forma en que irrumpió en mi despacho no dejaba lugar a dudas. Yo estaba sentado frente a mi escritorio, revisando los documentos que Dante había preparado para el nuevo negocio que estábamos por montar. El crujido seco de la puerta, al cerrarse con un portazo, me hizo alzar la vista.
—¿Cómo se te ocurre hacer esa estupidez? —rugió, golpeando con fuerza la mesa—. ¡Te dije que no podías dejarla hacer lo que se le ocurriera! ¡Debes tenerla controlada!
No respondí. Lo observé en silencio, sin perder la compostura, como había aprendido a hacer desde que era un niño criado en medio de sombras y traiciones.
—No puedes permitir que una mujer te maneje, Gabriele —continuó, alzando el tono como si quisiera derrumbar las paredes—. ¡Sabía que sería un problema!
Se dejó caer en la silla frente a mí, aun con la mandíbula tensa y los puños apretados.
—¿Terminaste? —le pregunté con fri