La mañana siguiente amaneció clara, cálida, casi extraña. No era solo el clima lo que me parecía ajeno, sino mi propio cuerpo, que, aunque más liviano, aún se sentía débil. Me habían retirado la vía del brazo y la enfermera vino a ayudarme a cambiarme con una muda de ropa limpia que Teresa había dejado el día anterior. Mi reflejo en el espejo del baño me desconcertó: los ojos hundidos, la piel pálida, el cabello desordenado. Parecía haber pasado por una guerra. Supongo que así fue. Una guerra silenciosa, interna, de la que salí apenas con vida.
Cuando la enfermera me informó que ya estaba lista para recibir el alta, una parte de mí se alegró, pero otra —esa parte irracional, sensible, casi infantil— esperaba algo más. Esperaba verlo a él. Que entrara por esa puerta con esa expresión seria, con las manos en los bolsillos, con esa forma suya de mirarme como si me leyera por dentro, y simplemente dijera “Vamos”. Pero no.
Me ayudaron a sentarme en una silla de ruedas, porque aún no podía