La tarde pasó sin sobresaltos, envuelta en una calma que, por momentos, se sentía casi antinatural. Teresa me llevó directo a la habitación, donde todo ya estaba preparado para que no tuviera necesidad de salir mientras me recuperaba. Tenía todo lo necesario: desde una cama impecablemente tendida con sábanas nuevas hasta una televisión que claramente habían mandado a instalar para entretenerme durante mi reclusión forzosa.
Incluso habían dispuesto una pequeña mesa junto a la ventana, con vista al jardín interior, donde el sol de otoño jugaba con las sombras de los árboles. Para desayunar, almorzar y cenar ahí, me dijo Teresa. Me resultó extraño notar que, incluso, el cuarto parecía más luminoso. Más... acogedor.
—Mi niño me pidió que preparáramos todo para tu regreso —dijo Teresa con una sonrisa que bordeaba el orgullo materno.
Lo dijo con esa ternura que la caracterizaba, como si “su niño” fuera aún el pequeño que le encargaban cuando la casa de los De Luca hervía de vida. Pero a mí,