La cena terminó entre risas contenidas, miradas furtivas y algún que otro comentario sarcástico de Gabriele que, por primera vez, no me pareció una daga. Más bien, eran como pequeñas chispas… inofensivas. Molestas, sí, pero también divertidas. Me sorprendía a mí misma, riéndome con él, sin reservas. Y más aún, notando lo mucho que me gustaba escucharlo, reír.
Cuando terminé de recoger los platos y me quité el delantal —con un poco de harina aún en la frente, según él—, Gabriele me ofreció una copa de vino. No para acompañar la comida, sino para acompañarnos un rato más.
—Ven a la sala —me dijo con una suavidad inusual, inclinando apenas la cabeza en dirección al salón—. Solo un trago. O dos. Prometo no seguir criticando tus habilidades culinarias.
Rodé los ojos, pero mi sonrisa lo traicionó todo.
—Con una condición —le respondí, alzando el mentón—. Si esta vez dices que el vino es “aceptable”, te lo lanzo a la cara.
Él se rió, esa risa ronca y profunda, que se siente más en el pecho q