Desperté con la boca seca, la cabeza palpitante y un nudo incómodo en el estómago. Apenas abrí los ojos, la luz que se colaba entre las cortinas me perforó el cráneo como si alguien hubiese encendido un reflector en plena madrugada. Me tapé la cara con la almohada y solté un quejido bajo. ¡Estaba con una resaca de los mil demonios!
Pero no era solo la resaca lo que me tenía de mal humor. No. Lo peor era ese recuerdo, fresco y vergonzoso, que me azotaba como una bofetada cada vez que cerraba los ojos. Me había lanzado a los brazos de Gabriele como si fuese una gata en celo, una adolescente hormonada que no sabía lo que hacía. Y él, contra todo pronóstico, había sido el que frenó todo.
Él. No yo.
Eso era lo que más me enfurecía, conmigo misma.
¿En qué momento perdí el control? El vino, claro. Dos botellas. ¿Cómo no me di cuenta? La charla había sido agradable, incluso cálida. Por un instante me permití bajar la guardia, reírme, disfrutar de su compañía. Gabriele estaba extrañamente simp