Me encerré en el despacho dando un portazo que hizo vibrar los marcos antiguos de la puerta. Caminé con furia contenida hasta el bar, me serví un vaso de whisky y lo bebí de un trago. Ardió. No solo en la garganta. También en el pecho, en los recuerdos. En todo lo que Ludovica acababa de decirme.
Esa mujer tenía el don —o la maldición— de ponerme al límite.
Apoyé las manos sobre el escritorio, cerré los ojos, respiré hondo. Pero no sirvió de nada.
Estaba enfurecido.
Su mirada desafiante. Su forma de hablarme. Como si no supiera quién soy. Como si no entendiera lo fácil que sería para mí silenciarla. Y, sin embargo… no lo hacía. No podía. Había algo en ella que me desarmaba de un modo que odiaba reconocer.
Ella no era como las demás.
Y ese era el problema.
Con otras mujeres había aprendido a predecirlas. A controlarlas. Sabía lo que esperaban de mí y yo se los daba o se los quitaba según me convenía. Pero con Ludovica… no. Había llegado a esta casa con los ojos llenos de rabia, como un